XII

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—Javed, despierta, maldito haragán

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—Javed, despierta, maldito haragán. —Sandra ejecutó una cachetada, despertando al doctor de un profundo sueño. El doctor, cayó de la banca, quedándose en el suelo con la cara adolorida: — ¿Qué te pasa Sandra?—dijo indignado y muy molesto.

—No despertabas, escogí la mejor opción.

—Serás idiota.

—La mayoría de veces.

Con el cejo fruncido y un dolor de cabeza por el mal despertar, el doctor se levantó del suelo, se limpió la bata y se acercó a su escritorio, donde Sandra se encontraba con los ojos cerrados, pensativa.

Entreabrió un ojo, mirando al doctor: — ¿Sí? ¿Sucede algo?

—Sí, sucede mucho, no sé porque te dejo estar aquí.

—Yo sí sé, —dijo sonriendo— muy en el fondo sabes que eres un total inepto inútil que para lo único que sirve es drogarse y que necesita de mi ayuda para terminar con algo de este "experimento".

En la mente del doctor se cruzó una palabra: "zorra". Dio una falsa sonrisa, se dirigió hacia la cafetera, dos habitaciones más allá de su oficina y se sirvió un café cargado. Regresó a la oficina, con la mano acariciando su sien, dejó la taza en el escritorio y la tomó antes de que lo haga Sandra.

Cruzaron miradas, y cualquiera que los hubiese podido ver, podía concluir que el odio no era el único sentimiento que los dos sentían por el otro.

De manera irónica el doctor empezó a hablar: —Bueno, Sandra, ya que estás aquí, en MI silla, con MIS cosas, experimentando con MIS conejillos, ¿serías tan amable de decirme a qué has llegado?

Sandra lo miró con cara aburrida, miró la pantalla, le mostró la libreta que había tomado de uno de los cajones del escritorio y se la dio.

El doctor Roosevelt, con la ceja levantada, leyó el contenido, aproximadamente cinco hojas, cerró la libreta, la dejó en el escritorio, tomó su café y desapareció tras la puerta de la oficina a paso lento.

A lo lejos se escuchó como algo se rompía y un "mierda" por parte del doctor.

Sandra hizo caso omiso y regresó a la pantalla, recordando la primera vez que el doctor le propuso a ayudarlo con su idiotez, para esa época era una simple estudiante, sin embargo, la propuesta era tan fascinante que no dudó ni un minuto en aceptar, aunque después se arrepintió, no titubeo de que el doctor iba a cambiar al ser humano, si eso significaba sacrificar personas para llevarlo a cabo.

Cuando el Dr. Roosevelt regresó a la oficina, tenía los ojos irritados y los nudillos de la mano derecha sangrantes y despedazados.

— ¿Ya terminaste, Javed? Enserio eres patético.

El doctor la miró, se acercó al escritorio, abrió uno de los cajones y tomó una aguja junto con un frasco marrón: —Necesito esto, —sonrió y salió de la oficina nuevamente.

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