Capítulo 11 (editado 2)

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CAPÍTULO ONCE

Me despierto y calculo que he dormido cerca de una hora y media. La habitación está muy oscura, no recuerdo que estuviera tan así. Giro mi cabeza para ver la ventana del cuarto. El atardecer se ha ido y fue remplazado por una luz blanca que entra e ilumina la mitad de la habitación, sólo nuestras camas y el pequeño buró de noche de Mardoqueo.

Estoy temblando de los brazos y estoy sudando frío. Siento algo atorado en mi garganta, así que paso grandes tragos de saliva varias veces para eliminarlo. Creo que es mucosidad; tengo gripe. Siento la enorme necesidad de ver a alguien, a quien sea; por un momento, me da la terrible sensación de estar solo en este mundo.

Me siento en la cama, me pongo mi par de tenis, camino hacia el apagador que está en la pared y prendo la luz. Está haciendo un poco de frío. Me acerco al armario, lo abro y saco una sudadera roja. La escogí de ese color para que combine con mi pantalón ensangrentado.

Apago la luz de la habitación y salgo un poco presuroso. Recorro todo el pasillo y bajo las escaleras. No hay señales de nadie, ni de Jim, ni de Jonathan. Ni siquiera veo al pequeño Caín.

«¿Dónde estarán todos?», me pregunto.

Al llegar a la cocina, me tranquilizo al ver a mi Alargado Fantasma. Está sentado y tiene los codos recargados sobre la pequeña y redonda mesa amarilla. Está mirando hacia arriba mientras se ríe a carcajadas. La pequeña televisión de la cocina, la cual se halla justo arriba del refrigerador, está encendida y sintoniza un programa cómico que no reconozco. De esos donde la gente termina lastimada o bañada de algo asqueroso. Seguramente ha de ser nuevo el programa, ya que Mardoqueo no deja de carcajearse y de golpear la mesa con ambos puños, debido a la harta felicidad que le ha llenado todo su cuerpo. Apenas está comiendo, lo cual se me hace raro. Por no poner atención, Mardo se lleva una papa hasta su mejilla, en lugar de a su boca, y se embarra todo el cachete de cátsup. Me acerco a pasos cortos, aún no se ha percatado de mí. Estiro mi brazo por enfrente de su cara, sólo para tomar una alargada papa recalentada, y, de paso, lo hago para que me note.

¡Tengo una loca idea!

Le paso la papa por su mejilla, la cual sigue llena de cátsup. Cuando logro recoger, con la papa grasienta, toda la salsa de su mejilla, me la llevo a la boca y me la trago de un sólo bocado.

—Rigel, amigo, ¿qué haces? —me pregunta, sonriéndome, muy sorprendido. Noto cómo se me queda observando mientras disfruto de esa papa.

—Nada, Mardotonto. —Más coloradas mis mejillas, no pueden estar. Me lamo los labios y me chupo cada uno de mis dedos—. Tenías cátsup..., te la quité de encima, eso es todo.

—¡Je, je! ¡Oye, Rigel! Y ¿Joel sabe que fuiste al hospital? —arrastra la pregunta.

«Seguramente Caín ya le contó todo», pienso. Estoy seguro de que no mencioné el hospital, pero ¿sabrá algo de aquel ladrón?

—No. Creo que no —respondo—. Al menos de que Caín le haya avisado —añado—. ¡Joel nos matará! ¡No hemos hecho nada de trabajo en toda la semana!

—¿Hemos, Moreno? Tú nunca haces nada —me dice, entrecerrando sus ojos.

—Espera, ¿a qué te refieres con «nunca»? —le contesto, con un ojo entrecerrado y el otro bien abierto, mirando fijamente a mi alargado amigo.

—Significa que eres un flojo... —arrastra la palabra flojo como por cinco segundos. Ya me está irritando.

—¿¡Flojo!? —Alzo los brazos. Después apunto a sus piernas—. ¿¡Quién fue el que te cubrió de tus tareas, el domingo, cuando tenías las piernas lastimadas y llenas de vendas, eh!? ¿¡Eh!?

ADIÓS, ADIÓS, MARDOQUEODonde viven las historias. Descúbrelo ahora