Capítulo 8 (editado 2)

77 5 0
                                    

CAPÍTULO OCHO

¡No puedo creerlo! No sé cuál sea su plan malévolo. «¿Por qué rayos quiere que nos lleve Mardo?», me pregunto. Nosotros podemos ir solos.

—¿¡Por qué!? —le inquiero, con el ceño fruncido.

—Rigel, no pienso caminar hasta allá, ni mucho menos tengo dinero para pagar un taxi, y tal vez tú sí, aunque, si fuera así, tendrías... ¡tendríamos... —se corrige—, ... que caminar hasta la salida del parque, y ésta queda muy lejos! O ¿piensas caminar hasta allá, con esa herida?

—No —mascullo.

—¿Qué? —me pregunta, aunque sé que escuchó bien.

Caín coloca sus manos en su cadera y se acerca hacia mí, de la cintura para arriba; es una forma de intimidación. Después abre más sus ojos, esperando a que le repita lo que dije.

—Dije, ¡que no caminaré hasta allá!

Parezco un perro regañado con la cabeza baja. No aguanto que me mire así.

—Sí. Eso pensé. —Caín se retira de mi espacio personal, camina hasta su armario, y me dice—: Me cambiaré de ropa. Ve a hacer lo mismo, Rigel.

—¡Puf, bien!

Salgo de la habitación.

Camino con dificultad, y, lo admito, Caín tiene razón; no podría caminar hasta la salida del parque.

Entro a mi habitación. Noto que Mardoqueo no está, así que aprovecho el momento para desvestirme, sin miedo a que él me vea. Me pongo un pantalón gris, muy grueso y hecho de algodón, uno que normalmente utilizo para dormir. Es suficiente comodidad por el momento. Me pongo una playera negra, de manga larga; una gorra morada de béisbol; y mis grandes y gruesos par de tenis blancos. Ya estoy listo, pero sigo cojeando.

Salgo de la habitación y veo a Caín en el pasillo. Va vestido con su ropa casual que utiliza normalmente: un pantalón de color verde olivo, de mezclilla; una playera blanca, de manga corta; y un par de tenis blancos, muy parecidos a los míos, pero más pequeños.

—Caín, ¿ya nos vamos?

—¡No, espera! ¡Mi medallón! ¡No lo encuentro! —me dice, muy preocupado.

He visto ese medallón. Es pequeño, dorado y con forma de uña de guitarra. Se lo cuelga con un hilo negro, alrededor de su cuello. Quizás y se lo quitó anoche, pero ¿dónde lo dejaría?

Caín se vuelve y se dirige hacia su cuarto. Voy detrás de él. Y cuando entro a paso lento, por culpa del dolor, observó como saca ropa de los cajones, por montones, tirándola al suelo. La ropa vuela por todo el cuarto. Unos calzones se estampan en mi cara, y, de una sacudida, los tiro al suelo; espero que hayan estado limpios.

—¡Oye, oye! Así nunca lo encontrarás, créeme, soy experto en hacer tiraderos, ¡completos desordenes!

Estoy detrás de él, sosteniéndolo de su cintura para frenarlo de su acto impulsivo. Creo que, de esta manera, podré tranquilizarlo.

—¡Espera, creo que ya sé dónde está! —me dice. Se aparte de mí y sale corriendo de la habitación, hecho un cohete, y detrás de él, yo, dando grandes zancadas, pero lentas, para poder alcanzar a mi amigo (no funcionó abrazarlo). Caín entra a la habitación de Jonathan, quien está dormido sobre el teclado de su computadora—. No, no hay nada. Salgamos de aquí —me susurra, terminando de buscar sobre la desaseada cama de Jonathan. Noto un ligero olor a pies sudados por toda la habitación. «¿Desde cuándo Jonathan no hace limpieza aquí?», pienso. Ahora ambos salimos de ahí. Caín cierra la puerta con delicadeza y después nos movemos por todo el pasillo. Sé que mi amigo sigue muy preocupado por su medallón. Sé que es algo especial para él. Lo sé, lo veo en sus ojos. Veo cómo pinta varias muecas sobre su rostro. Para mi sorpresa, Caín toma mi brazo, lo pasa por detrás de su cuello y me ayuda a caminar. Me sonríe al hacerlo, y yo le agradezco, de igual manera, con una sonrisa de oreja a oreja—. Oye, Rigel, ¿te puedo preguntar algo? —me dice, volteando su cabeza para poder verme a los ojos mientras seguimos caminando, ya casi llegamos a las escaleras.

ADIÓS, ADIÓS, MARDOQUEOWhere stories live. Discover now