Epílogo

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La brisa me agita el pelo, pero no subo el cristal. Es una brisa agradable, una brisa templada de mediados de agosto. Observo a la gente paseando, mientras saco el brazo por la ventanilla, hasta que noto una mano sobre mi pierna. Aprieta con los dedos ligeramente y la deja ahí posada, con tranquilidad y naturalidad. Giro la cabeza para sonreírle, y él se toma unos segundos para hacer lo mismo. Luego vuelve la vista a la carretera.
Bajo un poco el volumen de la radio para hablar, interrumpiendo la canción.

-Creo que llegamos un poco tarde.

-Sí, yo también lo creo -me responde, asintiendo.

No parece que le afecte, y en realidad a mí tampoco. Son solos nuestros amigos.

Pongo mi mano sobre la suya, la acaricio y luego la llevo hasta el volante, donde debe estar. Me pone nerviosa que me mire mientras conduce, o que solo tenga una mano en el volante. Confío en él, y en el profesor de conducir que le dio el carnet, pero cualquier precaución es poca.
Hace poco más de dos meses que tiene la licencia, y el coche. Aún me dan ganas de sonreír cuando recuerdo el día en que me dio la noticia. Todavía le miro y veo la felicidad en sus ojos. La misma cuando su madre le confesó que había estado guardando durante mucho tiempo unos ahorros para hacerle un regalo especial. Y tan especial... un coche. Yo misma sentí admiración por esa mujer, una vez más. Y después nos contó que mi padre le había estado pagando más sueldo cada mes, con la misma intención. Será un cascarrabias muchas veces, pero con un gran corazón.

Aparca el coche, pero sin parar el motor y me indica que salga.

-¿Y tú? -le pregunto cogiendo las cartas de mi regazo-. ¿No te bajas?

-Claro que no. Hace media hora que deberíamos haber estado en la cafetería.

Le miro como si no lo reconociera, me quito el cinturón de seguridad y abro la puerta.

-No te voy a perdonar esto -espeto, pero sabe que bromeo. Soy incapaz de estar totalmente seria.

-Oh, venga... Seguro que sí.

Me sonríe. Creo que nunca me cansaré de su sonrisa. Me gustó desde el primer día en que la vi, el primer día de clase, y todavía puedo perdonarle cualquier cosa si sonríe.

-No.

-¿No? ¿Ni siquiera dándote un besito?

Presiono los labios para no reír. Cuando pone voz de crío hace que pierda toda mi seriedad.

-No -refunfuño.

-¿Y si te doy dos besitos? -propone, acercándose a mí.

Aparto la mirada de sus ojos azules de inmediato, antes de que me atrapen. Pongo los pies en el suelo y me dispongo a bajarme.

-Tampoco -le contesto y cierro la puerta. Le sonrío por la ventanilla abierta y me doy la vuelta.

-¿Y si te digo que te quiero? -le oigo decir en voz alta mientras me alejo.

-¡Mucho menos! -grito en medio de la calle sin girarme y entro corriendo en el edificio.

Entro en el ascensor, yo sola, y pulso la tercera planta. Venir a la empresa de mi madre me resulta cada vez más frecuente. Después de que se fue de casa, después del divorcio, su marca de cosméticos ha triunfado en poco tiempo. Sigue dedicándose al trabajo tanto como antes, pero ahora tiene otra cara. Ahora se siente libre, relajada y puede dar el cien por cien a lo que le gusta, que es su negocio. Ella disfruta con ello y yo disfruto viéndola sonreír después de tanto tiempo. Nunca imaginé que la relación de mis padres terminaría en separación. Me había acostumbrado al ambiente y a las discusiones. Tener unos padres divorciados para mí era un hecho muy lejano.
¿Quién iba a decir que después de un papel que confirmase la ruptura definitiva podrían llevarse incluso bien?
Sigo viviendo con mi padre, y con mi hermano porque independizarse todavía ni entra en sus planes... Sin embargo, han sido muchas las ocasiones en las que he pasado la noche en casa de mi madre.

¿Y si te digo que te quiero? Donde viven las historias. Descúbrelo ahora