5. Comensal

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Estuvo vigilada desde el momento en que abandonó la plantación; y antes de eso había estado acompañada toda su vida. Dalia no conocía la soledad, pero estaban por ser presentadas. Un escalofrío le recorrió la médula, retrocedió un paso y supo que estaba sola en medio de la oscuridad. Descubrió algo más aterrador que los sirvientes, la incertidumbre. La comida, ella, esperaba su comensal.

El tiempo pasaba salvaje e incalculable para Dalia, en su ensueño imaginaba que diez minutos eran treinta y, una hora, tres. Su temor a lo desconocido no tomaba forma y, su reloj mental la apuñalaba por la espalda. La puerta se abrió y un impulso de retraerse la empujó. Una presencia abrumadora invadió la habitación. Le temblaban las huesudas manos, sus piernas se buscaban la una a la otra, sus rodillas se chocaban entre ellas y no se decidía por una dirección para buscar refugio. Dalia no se movía de su posición, pero tampoco se quedaba quieta. Sus movimientos eran erráticos, bajaba y subía la cabeza y los brazos, solo su corazón respondía bien: palpitaba veloz. Aunque Dalia no podía ver, sabía que aquella presencia que amenazaba con alcanzarla era un amo. El olor a flores confundía sus sentidos, no podía distinguir ninguna otra fragancia; pero escuchaba los pasos que se acercaban a ella. Le gustaría poder huir como las gallinas en el corral, pero estaba paralizada, inmóvil en medio de un salón de tamaño y forma desconocidos, en un lugar desconocido, frente a un ser desconocido.

Sintió el aliento de aquel ser sobre su hombro, gélido como la noche más lluviosa. El frío rodeo su cuerpo, se paseó sobre su rostro y congeló su cuello. Las piernas de Dalia fallaron y con ellas todo su ser. Dalia sucumbió. Se precipitó al suelo indefensa e inconsciente, para deleite de su comensal.

Para Dalia el instinto era supervivencia: comía por instinto, bebía por instinto, se aparearía por instinto, huiría por instinto y mataría por instinto. Pero en los amos, ni siquiera las pretenciosas características sociales con sus grandes urbes, comercios y modales refinados, podían sobrevivir a sus más salvajes necesidades.

Los amos eran voraces, su instinto prioritario recaía en alimentarse. Los amos sucumbían con bestialidad y placer al deseo de beber. Dalia no lo sabía, pero amaban deleitarse los manjares que nacían en sus tierras. Para un amo, nada resultaba en un éxtasis más grande que comer animales en abundancia y beber sangre hasta saciarse de su sabor. Los amos no comían solo por necesidad, porque los amos no necesitaban demasiada, los amos se alimentaban por placer. Para los amos la sangre era la bebida más pura, más exquisita. Y para el amo de Dalia aún más exquisita cuando se servía directamente de su origen, tibia y fresca.

Emiliana, viuda de Vladimir III, disfrutaba no de una copa, sino de un sorbo obtenido directamente del animal con el corazón aún palpitante; nada como sentir la boca llenarse sin succionar, solo dejando el líquido espeso derramarse en su boca, aprovechar hasta que el cuerpo moría. El ama de Dalia lo amaba, amaba la sensación de beber mientras el cuerpo aún luchaba por sobrevivir, cuando las venas aún estaban llenas y los pulmones inflados, cuando el humano mantenía la esperanza de vivir. Este amo siempre abandonaba los residuos cuando la sangre dejaba de regarse, esos eran desperdicios necesarios.

Emiliana también disfrutaba de oler, de analizar de conocer a la presa antes de devorarla. Le gustaba encariñarse con ella, le gustaba que la presa se deslizara en sus brazos y se posara en sus piernas. La viuda tenía gustos que sus pares condenaban. Los siglos le habían dado la soberbia y confianza, de su esposo había aprendido lujuria y autocomplacencia. Los bastardos de su esposo eran hijos de humanos, sirvientes productos de sus instintos liberales, zoófilos y enfermizos; esos que mantenía tan ocultos al mundo. Vladimir III solo le dejó un heredero, un niño de noventa y siete años. Y a su servicio, dos hijos producto de sus desvíos morales.

Emiliana era todo un comensal solitario, que comenzaba a saborear a la presa que tenía en frente.

Dalia permanecía atónita, incapaz de formular respuesta voluntaria ante el tacto del aquel ser. Resguardaba su mente en la muerte que se aproximaba. Era una marioneta, incapaz de oponerse a los deseos del amo, dejándole poseer de ella todo lo que él deseaba tener. Para ella el tiempo no pasaba, estaba detenida en un sueño confuso. Dalia no pensaba de la situación como algo bueno o malo, injusto o merecido, para Dalia era solo la naturaleza actuando. Incluso el dolor en su cuello que la hizo sangrar y gimotear, no era mayor que el producido por cualquier cosecha.

Dalia era afortunada, pues a pesar de conocer su destino, a pesar no disfrutar en lo más mínimo las sensaciones que el ama producía en su cuerpo, no culpaba a nadie ni se sentía humillada o maltratada. Dalia afrontaba su destino con la calma de quien no conoce nada más.

La conciencia de Dalia se perdía. Sentía fuego en sus ojos cuando el ama se detuvo y le dejó tendida en suelo, bañada en la sangre que bajaba desde su cuello.

Vladimir IV entró en la habitación y Emiliana se vio obligada a interrumpir su banquete.

Dalia escuchó la voz de un niño y el gimoteo de una niña. Y observó, en la penumbra, a cuatro seres detenidos cerca de una puerta.

Buen provechoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora