Final: Servicio

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Emiliano IX despertó ante la presencia imperturbable de sus hermanos mayores. Los sirvientes le vigilaban sin expectación, uno a cada lado. No tenían afán ni sentían cansancio, solo esperaban. Y, en cuanto abrió los ojos, se dejaron engullir por su vacío, tan impávidos como habrían estado ante cualquier situación.

—¿Quién es usted? —preguntó Isabel, en la lengua de los amos para confirmar su adecuado regreso.

El silencio susurró palabras al oído del niño. La luz pura de su inconciencia se cubrió de las sombras del conocimiento. Una vez más, como lo hiciese un siglo antes, Emiliano fue consiente de sí mismo y de sus semejantes.

—Emiliano IX —carraspeó, con sus cuerdas vocales aún secas—. Hijo de Vladimir III cabeza de los Plantagenet; heredero de Emiliana I, señora Altamirano.

Emiliano, se repitió el niño en la cabeza. Procuraba convencerse a sí mismo de que no estaba muerto, pero recordaba con nitidez su último aliento. Algo no funcionaba en él.

Isabel asintió con la cabeza. Tras un corto intercambio de miradas con su hermano, ambos presentaron respetos al amo que regresaba junto a ellos. Satisfechos de su trabajo, sus existencias vibraron a la misma frecuencia y el sonido de su resonancia trajo a Emiliano el descubrimiento de su propio estado.

El niño se sentó de golpe, al sentir en sus poros la conexión de sus hermanos, musical y pura. Una discordancia marcó su regreso a la vida. Se encontró a si mismo cubierto de sangre fresca, sangre derramada, sangre que no regresaba a su cuerpo y un corazón que no resonaba con él mismo. Cerró los ojos y buscó la frecuencia adecuada, se dejó fundir en las ondas de la vida y encontró su orgullo humillado al entender, que el corazón en su pecho no le pertenecía. Él era un vano cadáver putrefacto, respirando al compás de una vida ajena.

La ira lo invadió, repudiaba el despreciable acto que le había regresado a la vida, con el constante recuerdo de un cuerpo imperfecto. Se giró en dirección a la mujer junto a él. Observó la piel tostada por el sol y las dos tonalidades alrededor del cuello. Se asqueó al sentirse atado a una humana y olfateó varias veces para comprobar que era, para su consuelo, una sirviente. Se acercó al cuerpo. Asqueado como estaba desató la mordaza de la boca de Dalia y usando el mismo bisturí que una vez hubo atravesado el pecho de Dalia, se cercenó el dedo. Enterró el pedazo de sí en la boca de la mujer, entregaba su sangre y carne como seguro para un pacto de servicio que, desde ese día y en adelante, ella le habría de prestar.

Dalia desesperó al sentir la sangre en su boca, la carne le resultó el más exquisito de los alimentos. Su corazón palpitaba en calma en un cuerpo ajeno, pero su sangre fluía animosa por el órgano nuevo en su pecho. La sirviente desesperó, el olor del amo le enloquecía. Su mente ya no racionalizaba, sabía que iba en contra de su instinto, de su miedo, pero la ansiedad por tan suculento ser iba más allá de ella. Sin más oposición que las ataduras, Dalia se liberó al romper sus huesos y se abalanzó sobre el amo, dispuesta a devorarle de un bocado. Pero en el momento en dejo la camilla cayó paralizada al suelo. Ella no lo sabía, pero desde ese día sería usada como un cascarón. Atada en cuerpo y alma a la voluntad de su amo.

—Déjenla un mes sin más alimento —ordenó, el niño—. Debe aprender a controlar su hambre, aún se comporta como un animal rabioso.

Sin decir otra palabra abandonó la habitación, podía percibir la esencia de su superior. Ahora, cualquier amo sería superior a él. En la sala contigua, un hermano suyo, esperaba con las respuestas que hasta ahora su ingenio no lograba configurar.

Buen provechoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora