25 de noviembre de 1958

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Buenas noches, madre.

A pesar de las horas que son, del cansancio y del cumulo de emociones, no podía acostarme sin contarle como ha ido mi día.

En este momento soy un volcán en ebullición. Sonrío de repente, como ahora mismo estoy haciendo al recordar algunos momentos de este día tan extraño, y también puedo llorar de un instante a otro cuando el miedo me agarra la garganta con las dos manos.

Tengo la sensación de ser un cacharro al que siempre han tenido sin corriente. Al que nunca le han dado la oportunidad de funcionar.

Me han tenido toda la vida las emociones apagadas, madre. He crecido pensando que una mujer como yo, si quería hacerse hueco en la empresa, no podía comportarse como las demás. No podía llorar, no podía querer a voces, no podía dejar mi ternura a la vista de todos y no podía quitarme nunca esta careta de partida de póker.

Padre me dijo una vez que el límite de los sentimientos estaba en cuando podían llegar a controlar tus acciones. Ahí, había que pararlos. La cabeza siempre debía mandar. Una cabeza aleccionada en un internado de señoritas.

Así que, con el miedo a que eso pasara, siempre detuve al corazón cada vez que se le ocurría rechistar. Me lo imaginaba llorando con las manos atrás, los grilletes puestos y mordiendo una cuerda para que no pudiera escucharlo nadie. Indefenso y con ganas de que le dejaran ser. Y creí que jamás saldría de esa. Pero fíjese, los grilletes se oxidan y las cuerdas se rompen con el roce. Y ahí le tiene, saliendo de su jaula más fuerte que nunca a caballo y a batallar por mí.

Y me siento tan extraña, tan sedienta de esta vida que no creí que conocería nunca. De esta forma tan nueva de afrontarlo todo. Ahora me siento fuerte, pero eso sí, las piedras en el camino son exactamente las mismas.

¿Ahora que se hace? ¿Cómo se camina recta cuando te tiemblan las piernas? ¿Cómo hago para que el miedo y la ilusión no acaben en combate de muerte?

No sé qué pasos dar, madre. No sé a quien pedirle ayuda. Solo puedo soltar todo esto con usted, pero no tengo a nadie para que me de un consejo de vuelta.

Necesito ayuda. Necesito gritar. Y no puedo.

Los días sin Jaime se pasaban demasiado rápido. En menos de veinticuatro horas ya vuelve a estar por aquí y a imponer su voluntad de nuevo. Y otra vez a sentirme aún más atrapada de lo que ya lo estaba.

Es por eso que tenía que aprovechar bien el tiempo que me quedaba siendo relativamente libre. Así que cuando terminé de comer, fui directa a la habitación de Isidro. No sabía si el motivo de la visita me hacía más ilusión a mi o a la propia Fina, pero en ambos casos, la felicidad del momento no iba a quitármela nadie.

— Buenas tardes. – Dije con tono de reproche al verla levantada de la cama. – Haciéndome caso ¿no?

— Buenas tardes. – Sonrió al verme allí con los brazos en jarra. – Ya estoy mucho mejor, y la doctora dijo que con estar un par de días en cama bastaba.

— Fina, no han pasado dos días – Intenté contener la risa.

— Bueno, pero si a este día y medio, le sumamos el otro día entero que estuve en reposo, antes de que me viera la doctora, son dos días ¿no?

— Eres un caso.

— Además, necesitaba comer erguida en una mesa. Digna ha hecho un guiso de los suyos – Cerró los ojos y soltó el aire recordándolo. – Increíble.

— Lo sé. Pero no me mientas, sé de sobra que anoche también comiste erguida, como tú dices.

— ¿Cómo lo sabes?

Un refugio infinito. Mafin.Where stories live. Discover now