11 de noviembre de 1958

1.2K 103 7
                                    

Buenas noches, madre.

Aunque no le engañaré, hoy para mí no lo son. Llevo un buen rato manchando esta libreta con mis lágrimas y ni siquiera sé la forma de empezar a explicar cómo me siento. Hoy me he dado cuenta de muchas cosas, de muchas más de las que debería asumir un corazón en tan poco tiempo.

Hace seis días que no le escribo. Seis días en los que me he ido haciendo pequeñita poco a poco, minuto a minuto. Vuelvo a tener la sensación de que el pecho se me ha llenado de cemento y me cuesta incluso fingir la sonrisa. Me cuesta respirar y cuando lo hago siento que debo dar las gracias por comprobar que queda un poco de aire para mí.

Hace seis días la compañía me hizo volver a la soledad más incoherente.

Jaime volvió de sorpresa y yo solo pude maldecir el día en el que decidí aceptar aquella boda.

Padre estaba pletórico, imagínese. Jesús y Andrés felices de tener allí al cuñado divertido que siempre tenía una anécdota que contar. Al héroe del que podían presumir en las reuniones de hombres. Al marido perfecto que además sacrificaba uno de sus descansos para hacerse kilómetros por ver a su esposa a la que siempre respetaba.

Nadie se daba cuenta de que al doctor Berenguer lo único que le importaba eran sus necesidades de hombre, madre. Y una vez más me lo ha demostrado.

Llegó exigiéndome de alguna forma que me tomara libres los días que él estuviera en Toledo a pesar de que sabía de sobra que solo pasaría a solas conmigo las noches. Y es que odiaba verme dirigir una empresa. Odiaba ver cómo era capaz de sobrevivir en un mundo de hombres con esa soltura. No se sentía orgulloso de ver lo que había conseguido, se sentía avergonzado.

En estos seis días he sentido de nuevo el vacío de convertirme en complemento. He recordado lo que significa ser aún un poquito menos de lo que ya me hacen sentir los demás.

Cada día una comida con algún alto cargo y su esposa. Cada tarde esperándole ociosa para cenar juntos. Y cada noche cada noche tocaba cumplir si no quería reproches y humillaciones.

Aunque esa vida ya me parece una humillación.

Hoy le escribo porque ya no puedo más. Le escribo en silencio y esperando que él no se despierte y me sorprenda para no tener que darle explicaciones de lo que hago. Le escribo para pedirle ayuda, madre. Y lo hago, aunque sé que no puede dármela. Lo hago por tener un falso consuelo, porque sé que si pudiera, sería la única persona en el mundo que lo dejaría todo por ayudarme. Lo hago porque no sé dónde está la salida, ni tampoco sé si estará abierta para mí.

Llevo días pidiéndome perdón a mí misma por volver a fallarme, por volver a perderme. Cuando empecé a darme cuenta de que esto de escribirle a usted cada noche era una rutina perfecta para aliviar un poco el vacío que sentía y el dolor de pecho que me quitaba en ocasiones el sueño, sentí que estaba por primera vez en mi vida haciendo algo por mí. Entendiendo que, si no lo hacía yo, no lo iba a hacer nadie.

Pero la llegada de Jaime me impidió continuar cuidándome porque desde ese momento todos los ojos van hacia mí esperando que sea yo la que lo cuide a él. Y sin poder evitarlo la oscuridad se me vuelve a acumular en el pecho haciéndose una masa que pesa mucho. Esa oscuridad que creía que estaba empezando a limpiar con mi empeño de mirar un poquito para adentro.

Y otra vez a empezar de cero y a buscar la forma fácil de respirar como si no la hubiese conocido nunca. Como si tuviese que implorar el oxígeno para no desfallecer. Como si alguien se estuviera preocupando de robármelo y disfrutando con ello.

No me quiero ni imaginar la posibilidad de que Jaime pudiera pillarme expresándome de esta forma con usted, madre. Mínimo me tacharía de loca y no quiero ni pensar en las consecuencias.

Un refugio infinito. Mafin.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora