3 de noviembre de 1958

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Buenas noches, madre.

Hoy ha sido un día de mucho reflexionar y tengo un agotamiento emocional importante. Anoche ya se me cerraban los ojos y no le conté demasiado sobre la experiencia del cabaret, pero lo cierto es que al acostarme no pude dejar de darle vueltas a lo que allí se respiraba.

Todo el mundo estaba contento, madre. Todos. Reían, aplaudían, bebían, se emocionaban. Había momentos para dar rienda suelta a todas las emociones que no podemos soltar durante el día. Porque están mal vistas, por supuesto.

Vi a hombres llorar y me pareció algo precioso. Vi a mujeres en grupo sin necesidad de ningún hombre a su alrededor. Vi a personas mayores disfrutando extasiadas de sus últimos alientos de vida.

Pero eso sí, ante todo vi algo que era común en todas las mesas excepto en la mía: la compañía.

Miré a mi alrededor varias veces para confirmar que yo era la única persona sentada totalmente sola en una mesa, y eso me dolió. Solo tuve una acompañante intermitente durante la noche. Mi copa de coñac. Y no debería menospreciarla porque realmente fue la que me permitió concentrarme en el espectáculo y desinhibirme hasta el punto de olvidar por un ratito lo sola que estaba. Y bueno, al final ese era el objetivo principal, supongo.

Nadie se acercó a mi mesa en toda la noche. Ni siquiera los artistas, que interactuaban con el público de vez en cuando. Supongo que consecuencia de haberme sentado tan lejos del escenario. Solo intercambié un par de frases con la camarera que me atendió y que me preguntó varias veces muy preocupada si estaba esperando a alguien. Imagino que le daría pena, y con razón.

Cuando cerró aquel sitio, salí rápido a la puerta. Deseaba encontrarme con Fina para decirle que había estado maravillosa y así compartir a viva voz con alguien mi entusiasmo por aquello que habían visto mis ojos. Como ya le dije, me senté lejos para que no pudiera verme y así no crearle incomodidad.

Isidro apareció y me subí al coche rápido. El frío era insoportable y no fui lo suficientemente abrigada.

— Buenas noches, Isidro. – Dije entusiasmada – Tenía razón, qué maravilla de espectáculo. – Escuché como arrancaba el coche. - ¿No esperamos a Fina?

— No, me llamó hace un rato diciéndome que se quedaba a dormir en casa de una amiga. Mañana entra de tardes en la tienda y quería ir a hacer unas cosas por la mañana en Toledo.

— Vaya, pues mañana si me la encuentro le diré que me ha parecido una maravilla su interpretación.

— Es una artista mi niña. Vale para todo. – Dijo el hombre más que orgulloso.

Según el coche avanzaba despacio en aquella calle estrecha y mientras Isidro tarareaba una de las canciones que su hija interpretaba, vi a Fina con alguna amiga caminando a su lado rápido e inmersas en un ataque de risa que parecía contagioso. De esos que resultan placenteros y que llegan al dolor de tripa. Se abrazaban de vez en cuando y se las veía con una complicidad preciosa.

Me daba mucha envidia ver como dos mujeres se regalaban su amistad mutuamente y me ponía muy triste asimilar que yo nunca tendría nada parecido. En este caso, envidia sana, por supuesto. A fina le tengo un cariño especial por llevar en la familia desde siempre y le deseo lo mejor.

Seguro que la recuerda, madre. Alguna vez las sorprendí a las dos de confidencias cuando ella solo era una cría. A usted le encantaba jugar con los niños de los empleados, siempre los hacía sentir parte de nuestra casa, aunque a padre no le gustara.

A mí a veces se me viene a la cabeza una conversación que tuve con ella el día que usted partió. Y a pesar de lo triste del recuerdo, se me escapa una sonrisa.

Un refugio infinito. Mafin.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora