4 de noviembre de 1958

1.3K 105 9
                                    

Buenas noches, madre.

Tengo que confesarle que este encuentro diario con usted me está suponiendo un ratito de paz que me permite estar más calmada durante el día. Me he dado cuenta de que solo necesitaba hablar con alguien de mis sentimientos para liberar un poco de tensión. Y aunque esto realmente sea solo un consuelo, la verdad es que me sirve.

El día de hoy ha sido desconcertante y agotador.

De buena mañana, padre y Jesús han propuesto unas mejoras para las cuentas de la empresa que consisten en despidos improcedentes a varios trabajadores de la fábrica y de la tienda.

Imagínese cuál ha sido mi reacción y la de Andrés al escuchar tremenda injusticia. Yo no daba crédito y ya me estaba temiendo el desenlace de siempre: Empate en los votos y balanza a favor de padre por ser el fundador.

Mi temor se hizo realidad instantes después.

— Hermanita, tus risas sarcásticas no te van a servir de nada.

— Eso ya lo veremos. No pienso despedir a nadie.

— Marta, hija, se ha votado y ha salido así. Es lo mejor para la empresa, con ese dinero podemos duplicar el encargo de materiales para hacer otra remesa de perfumes y cuando veamos los beneficios, entonces podremos volver a contratar a gente. Pero estos meses tendremos que hacer un esfuerzo y apañarnos con menos personal.

— No me importa apañarme con menos personal, padre, me puedo poner yo a trabajar si es necesario. Pero no pienso dejar a una empleada sin su jornal por vernos los ojos inyectados en dinero. No lo necesitamos.

— Mira hermanita, te lo voy a poner fácil. Hace semanas que veo a la hija de Isidro salir muy tarde y recogerse más tarde aún. No es normal que una mujer ande de madrugada por ahí con tanta soltura y sola, empieza por ella. Su padre la podrá mantener hasta que volvamos a disponer de una vacante y ya veremos si volvemos a contar con ella.

— ¿Y qué haces tú tan tarde para ver cuando sale y entra Fina? – Soltó Andrés provocándome una sonrisa.

— Eso no le interesa a nadie, Marta, hazme caso, empieza por ella.

— Ni muerta.

— Si no lo haces tú, lo haré yo.

— Padre - intenté hacer que frenara esa idea idiota, pero me apartó la mirada.

— Vámonos Marta. – Andrés fue el único que encontró la rabia en mis ojos e intentó alejarme de allí. — Ya hablaremos de esto.

La rabia se me agarró al pecho. Me niego a despedir a nadie, pero mucho menos a Fina. Es una empleada ejemplar. Siempre viene quince minutos antes de su turno y se va la última de la tienda. Se conoce cada producto mejor que nosotros mismos y se queda con las preferencias de las clientas más habituales para mejorar el trato. Es ridículo prescindir de ella, no podría si quiera inventarme un motivo lógico. No pienso hacerlo.

Pero no deja de darme miedo que Jesús lo haga sin que le tiemble el pulso. Él no rinde cuentas con nadie, nunca lo hizo y nunca lo hará. Y lo cierto es que en ese momento mi agobio era tal, que no se me ocurría forma posible de pararle los pies.

Andrés tuvo que marcharse con María y yo intenté dirigirme a la tienda aparentando el sosiego de siempre, el mismo que aquella reunión me había arrebatado un rato antes.

Llegando a las puertas de la fábrica, una mano agarró mi hombro con violencia. Me giré y encontré a un Isidro fatigado y desmejorado. Con la camisa abierta por el cuello y con el ceño fruncido. Todas esas cosas eran bastante extrañas en él.

Un refugio infinito. Mafin.Where stories live. Discover now