La chiquilla cojeó algunas veces, pero eso no le impidió detenerse. Corrió cuanto pudo y, si bien, nunca se rindió, estaba echando carreras contra un ágil deportista.

Joseph la atrapó a los pocos metros, cogió sus hombros y la abrazó por la barriga para forzarla a detenerse, pero tuvo que soltarla cuando la joven gimió de dolor y luego sollozó, derretida entre sus brazos.

—Estoy aquí —musitó él y se acurrucó sobre su espalda, apretándola con mucho cuidado.

No le importó la tierra espesa bajo sus pies, la contuvo y se contuvo a él mismo.

—No deberías estar aquí —contestó ella con dificultad y descansó su cabeza en su antebrazo, jadeando rendida.

Joseph se mordió la lengua para no responder y su conciencia agradeció que no se expusiera como un obsesivo enfermo.

Se quedaron en la mitad de la nada, en el centro de una cancha de tierra, bajo el intenso sol de aquella tarde y, no obstante, Lexy ocultó su rostro entre su cabello, sus manos y brazos, Joseph sabía con exactitud lo que estaba ocurriendo.

Unos pocos segundos bastaron para que Lexy se tranquilizara. Con esfuerzo se levantó del suelo con las rodillas llenas de tierra.

La joven dejó el bolso de mano en el suelo y se acomodó la ropa sin levantar la mirada. El cabello lacio le caía por encima de los ojos y las mejillas, y era de gran ayuda para disimular la verdad.

Estaba lista para agradecerle a Joseph por su preocupación, despedirse y marchar, pero en cuanto se agachó para coger su bolso, el hombre la cazó entre sus brazos, impidiéndole un acelerado escape.

Quiso forcejear, pero la verdad era que estaba muy cansada como para eso.

—Por favor, Joseph, no he dormido nada, déjame ir a casa y descansar un poco —exigió con una temblorosa voz, pero el hombre nada contestó y ella continuó—: puedes despedirme si quieres, estaré bien.

—Mentirosa —refutó él con atrevimiento y la chiquilla lo miró con horror—. Mierda —susurró cuando se encontró con su mirada y detalló con enormes ojos el daño que su delicado rostro enseñaba.

Tenía un gran derrame de sangre en el fondo de su ojo y una serie de arañazos que decoraban toda su mejilla y pómulo. La quijada y parte del mentón se hallaban cubiertas con tela quirúrgica y cinta blanca, también sus hombros y cuello.

La joven se escondió otra vez y giró entre los brazos de Joseph, donde le dio la espalda y mostró lo asustada y acobardada que estaba.

»Tu padre está muy preocupado por ti, Lexy —musitó él y se acercó un poco más, cuidando de no lastimarla con la fuerza de sus brazos—. Pero no puede verte así, lo lastimarías —dijo y la muchacha sollozó con rabia—. Puedo cuidarte algunos días, linda, déjame ayudarte —exigió con la garganta apretada, asustado por que la joven dijera no—. No voy a despedirte, tampoco voy a criticarte, solo estoy aquí para ayudarte, estoy muy preocupado —confesó, aprovechando que no estaba mirándola a la cara.

"Cobarde". —Citó su conciencia, esa que se encargaba de recordable sus defectos.

"Díselo a la cara, ¡sé valiente, hombre!" —Molestó otra vez y Joseph gruñó de rabia.

—No lo sé... —murmuró ella.

—¡Lexy! —exclamó y obligó a la joven a girar entre sus brazos para mirarla a la cara—. Te voy a llevar a mi casa, te guste o no. Te vas a lavar, vas a comer y vas a descansar.

Enumeró, arrastrándola de mala gana por la mitad de la cancha de tierra, bajo los ojos de algunos niños curiosos que jugaban al futbol y que observaron la escena con diversión, ignorando la verdad.

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