30. Axel

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Mientras ceno pizza en el salón con mi padre y Júlia, Daniel aparece en casa después de haber estado ensayando con su grupo la tarde entera. Nos roba un par de porciones y sube corriendo a su habitación, con la excusa de que no tiene tiempo para hacer vida familiar porque debe seguir redactando su Trabajo Final de Máster, y Taylor deja de intentar robarme los trozos de pollo para marcharse detrás de él y comerse los suyos.

Y sí, me he percatado de su camiseta, que no es la misma que ha llevado esta mañana. Ha intercambiado la de color blanco con el dibujo de una guitarra eléctrica por una que le he visto mil veces a Rober: la negra de un grupo de música rock que me encontré tirada en el salón de mi expiso cuando a mi ex le pareció buena idea que me convirtiera en un ciervo.

Engullo los últimos trozos de lo que me queda de pizza como si me los fueran a quitar (dejando los bordes para Daniel) y, sosteniendo los seis kilos de culo gordo y peludo de Señorita Rottenmeier con un brazo, me encamino hacia la cocina para secuestrar dos yogures de galleta de la nevera y dos cucharillas del cajón de la encimera, haciendo malabares con mi mano sobrante. Después, subo a la planta de arriba y, sin haber pedido permiso para entrar en la habitación de Daniel, abro con torpeza y me cuelo, cerrando tras de mí con la ayuda de mi pie.

Él me está mirando desde su cama, sin siquiera sorprenderse de mi visita improvisada, mientras mastica con detenimiento su cena, con el portátil y un montón de papeles esparcidos a su alrededor; a su lado se halla Taylor zampando trozos de pollo encima de una servilleta, sobre el colchón.

—Eh, tú —lo saludo.

—Espero que solo hayas venido a traerme un yogur y esos bordes de pizza —me responde tras tragar, sin expresión alguna en su rostro—. Puedes dejarlos sobre la mesita e irte por donde has venido. Gracias. —Y centra su mirada en la pantalla del portátil, fingiendo que está leyendo algo interesantísimo.

—Vengo a hacerte compañía.

—Ni la quiero ni mucho menos la necesito —me contesta a la vez que mueve el ratón con los dedos y sus ojos se pasean por la pantalla al unísono—. Gracias otra vez y te recuerdo que detrás de ti está la puerta. Buenas noches.

Sin embargo, en lugar de hacerle caso, me aproximo a su cama, suelto en la mesita el postre, el plato con las sobras de mi cena y las cucharillas, y a Señorita Rottenmeier en el colchón (que va directa a tumbarse sobre el teclado del portátil, lo que provoca que Daniel suelte una maldición), y tomo asiento a su lado.

—Te puedo echar una mano, si quieres. ¿Cuándo tienes que entregar el trabajo?

—Este viernes a las doce de la noche es la fecha límite, así que tengo cinco días para elaborar lo que me queda. —Gira la cabeza hacia mí—. Venga, va, que tú siempre has sido el cerebrito de los dos, ¿qué sabes sobre musicología?

Ups, ahí me ha pillado.

Permanezco quieto y callado durante unos segundos, pensando en cómo salir airoso de esta situación, que uno tiene una buena reputación como empollón, a pesar de que el único contacto académico que haya tenido con la música haya sido en el colegio e instituto, y el único instrumento que he tocado de manera seria ha sido la flauta dulce. Me acuerdo de una vez, en primaria, que Daniel se olvidó la suya en su casa y le presté la mía porque teníamos examen; como el profe le preguntó antes que a mí, el muy asqueroso me la llenó de babas y tuve que escaparme hacia el baño para lavarla porque me estaba dando náuseas utilizarla e iba a acabar vomitando en medio de la clase.

—¿Y bien? —vuelve a hablar Daniel, impaciente, con la boca llena de pizza y sacándome de mis cavilaciones—. Si tardas mucho en responder, es que no lo sabes.

Ojalá reescribamos nuestra historia (Serie Lapislázuli #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora