11. Daniel

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Lo primero que hago al subirme al escenario, junto a mis amigos y mi guitarra, es pasear la vista por cada rostro del público hasta que mis ojos se detienen en Axel, que se encuentra en la barra con sus amigos y me está mirando.

Contando hoy, ya son tres sábados seguidos los que viene a verme. Una de dos: o sus colegas lo obligan a venir, porque siguen el Instagram del grupo, o ha mejorado su gusto musical de la noche a la mañana. Es el que más desentona en este ambiente con ese careto de Ken y su vestimenta de tío pedante y marisabidillo que mira por encima del hombro a la mayoría de gente del local, y no es porque mida casi dos metros.

Conforme canto y aporreo la guitarra durante la actuación, mi vista se desvía unas cuantas (muchas) veces hacia él, que solo deja de mirarme cuando descubro que tiene sus ojos clavados en mí. Los posa con rapidez sobre su copa para fingir que la cerveza que hay en su interior le parece más interesante que yo.

En fin, más tonto y no nace.

Una vez que mis amigos y yo finalizamos nuestra función, nos despedimos del público y desaparecemos del escenario para reponer fuerzas bebiendo.

—¿Era mi impresión o has estado un poco despistado? —me pregunta Candela mientras nos dirigimos a la barra para pedir y saludar a los amigos de Axel, y yo la miro con extrañeza—. No sé, nunca te había visto así.

—Qué va, tía. He estado como siempre.

Rober se ha quedado atrás, concentrado en su móvil.

—Sí que ha estado con la cabeza en las nubes, sí —interviene Iris—. Se ha equivocado un par de veces en las letras de las canciones. —Se dirige a mí—. ¿Te pasa algo o qué? Sabes que puedes contarnos lo que sea.

—Anda, no digáis tonterías. —Me río con nerviosismo—. ¿Qué me va a pasar?

¿Que con solo ver a Axel me pongo cachondísimo, a pesar de que le tenga un asco tremendo? Sí. ¿Que me lo tiraría ahora mismo, aunque me haya hecho mucho daño? También.

Uno no es de piedra y la convivencia es una cabrona. No es fácil verlo salir de la ducha todos los días con solo una toalla tapándole la entrepierna, el cabello mojado y las gotas de agua perlando su cuerpo; ni observar desde la ventana de mi habitación cómo hace ejercicio en el jardín trasero, con los pectorales y los abdominales al aire; ni soportar que me haga masajes con esas manos curativas cuando me ve tirado en el sofá de cualquier manera y oye mis quejidos al cambiar de postura, como si mi cuerpo tuviera ciento cincuenta años; ni que me hable en la nuca con esa voz relajante de doctor preocupado por su paciente, que me deja con una erección de la hostia.

A veces, cuando mis neuronas me pillan con la guardia baja, pienso en empotrármelo bien duro. Con lo cabreado que estoy con él, ese polvo se convertiría en el mejor de la historia y acabaríamos provocando un cataclismo; pero luego rectifico y me intento convencer a mí mismo de que sería la peor idea del mundo.

Espero que no tarde en mudarse. Siempre lo encuentro buscando pisos en su portátil, sentado a la mesa de la cocina u ocupando un sofá, y nunca se digna a marcharse, que ya ha pasado un mes desde que mi madre me forzó a instalarme en esa casa y estoy sufriendo lo más grande.

—Oye, Cande. —Rober se acerca a su hermana con el rostro desencajado, y a mí se me disparan las alarmas por si le ha ocurrido algo gordo—. ¿No has mirado el móvil? La abuela está en urgencias porque se ha caído y no nos ha dicho nada antes para no molestarnos.

—¿Qué dices? ¿Está bien? —Mi amiga le echa un vistazo a su móvil, preocupada.

—Joder, os acompaño —les digo, y rodeo con los brazos a mi novio.

Ojalá reescribamos nuestra historia (Serie Lapislázuli #1)Où les histoires vivent. Découvrez maintenant