22. Axel

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Daniel, tras escuchar la última frase, permanece callado y mirándome durante unos segundos, supongo que procesándola, para luego estallar en carcajadas.

Me encanta volver a ser uno de los responsables de hacerlo reír. He echado tanto de menos sus risas estos años...

—¿De qué te ríes? ¿No te ha gustado la comparación?

—Es que me ha recordado a nuestra infancia, cuando salíamos del cole y pasábamos las tardes en la casa del otro para ver Pokémon o jugar a ese juego en la Game Boy.

Qué tiempos aquellos... Ojalá pudiera regresar a aquellas tardes donde mi mayor problema era inventarme cualquier insulto con el que responderle a Daniel cuando me sacaba de quicio, mientras mi casa se inundaba con el olor del bizcocho de chocolate que nos preparaba mi madre para merendar.

No, ojalá pudiera volver a ese maldito veintiuno de diciembre.

—¿Te acuerdas de cuando le pedí salir a una niña en el recreo y me rechazó, poniendo cara de asco? —Sonrío—. Como no paraba de llorar, me regalaste tu sagrado Pikachu de peluche y me llamaste «mono pedorro».

Daniel asiente, también sin borrar su sonrisa, y vuelve a colar las manos por debajo de mi camiseta, pero esta vez para quitármela y dejarla caer al suelo.

—¿Qué le hiciste al Pikachu? —Pasea sus palmas por mis pectorales y aprisiona mi pezón derecho entre sus dedos—. ¿Lo tiraste a la basura cuando te di el señor tortazo o le hiciste vudú durante tu estancia en Guirilandia?

—Lo tengo guardado en mi armario, dentro de una caja, pero, en Inglaterra, siempre lo he tenido en mi habitación —le cuento, intentando pensar y hablar con coherencia, porque ahora tengo su boca pegada a mi cuello—. Hace años se le despegó un ojo y mi madre lo tuvo que operar de la vista con urgencia.

Se le escapa una risotada y deja en paz a mi cuello para mirarme y envolver mi rostro con sus manos, sonriéndome.

—Necesito verlo. ¿Me lo vas a enseñar después?

—Cuando tú me enseñes tu tatuaje.

Me lanza una mirada retadora.

—Trato hecho. —Extiende los brazos—. Empieza desnudándome hasta que lo encuentres.

No hace falta ni que me lo diga dos veces.

Le quito la camiseta con lentitud y suavidad, disfrutando de este momento con el que he soñado miles de veces, y la lanzo al otro sofá. Por primera vez en mucho tiempo, acaricio su cuerpo de verdad (y no para hacerle masajes ni quitarle contracturas), desde los hombros, deteniéndome unos segundos en el colgante del trébol, hasta el abdomen. Durante mi recorrido, me percato de cómo Daniel se esfuerza en respirar profundamente; yo no soy consciente de mi respiración porque lo único que noto de mi cuerpo es que mi polla desea atravesar la tela de mis vaqueros.

Trago saliva y alzo la mirada hacia él; su boca permanece entreabierta y sus pupilas, dilatadas.

—Túmbate para que te quite los pantalones —le ordeno en un susurro, como si no quisiera que las paredes de esta casa me escucharan.

Daniel me dedica una sonrisa sugerente y se quita de encima de mí para recostarse en el sofá, bocarriba y con la cabeza apoyada en el reposabrazos. Cubro su cuerpo con el mío y me pierdo en su boca con calma al mismo tiempo que sus dedos electrizantes recorren la piel de mi cintura. Después desciendo hacia su cuello para regalarle besos juguetones con pequeños mordiscos, que sé que le vuelven loco.

Mamma mia —gimotea.

Sin despegarme de su cuello, restriego la mano por el bulto de su entrepierna, apreciando lo dura que la tiene y deseando reencontrarme con su polla para llevármela a la boca y volver a probar su sabor.

Ojalá reescribamos nuestra historia (Serie Lapislázuli #1)Where stories live. Discover now