10. Axel

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Me despido de Agustina en la recepción y veo a Daniel esperándome, sentado en una silla, con la cabeza inclinada y leyendo concentrado una revista del corazón.

—Eh, tú, entra —le digo. Él levanta la mirada hacia mí y cierra la revista de golpe.

—No soy una cabra para que te dirijas a mí de esa forma, gilipollas.

Me doy la vuelta y Daniel me persigue refunfuñando. Cuando entramos en la consulta, echa un vistazo a lo que hay a su alrededor y su vista se detiene en mi foto de la orla de la carrera, que la tengo colgada en la pared, al lado de mi título universitario. Su reacción es reírse, y yo no entiendo qué le hace tanta gracia.

—Menudo ego tienes poniendo esa foto aquí. —Hace una mueca con los labios al descubrir dónde he estudiado y suelta—: ¿Universidad de Nottingham? Cómo no. Menudo nivelazo.

Pongo los ojos en blanco.

—Siéntate en la camilla —le ordeno.

—Vale, doctor de la Rosa.

Lo de «doctor de la Rosa» lo dice simulando acento inglés y con jocosidad.

Necesito destrozarle el cuello.

Daniel planta su culo en la camilla y se desprende de la camiseta sin que se lo haya pedido; yo le digo que no era necesario que se la quitara para examinarle el cuello, y él se encoge de hombros y me responde que no le importa.

Tras formularle unas cuantas preguntas sobre su dolencia, me coloco detrás de él para hacerle una serie de ejercicios que servirán para calmarle el dolor y arreglar su tortícolis.

—Ten cuidado, a ver si voy a parecer la niña de El exorcista cuando salga de aquí.

Poso las manos a ambos lados de su cuello y, con cuidado, le muevo la cabeza, primero hacia la izquierda, aunque él se caga en todos mis antepasados porque le estoy haciendo mucho daño. Después le hago lo mismo, pero hacia la derecha, y ve el firmamento entero porque le da por lloriquear.

Vaya tío más dramático. No he conocido a nadie tan quejica en la vida.

Tras varios ejercicios más en los que no ha parado de maldecir e insultarme, me pongo frente a él y le pido que mueva la cabeza de un lado a otro para comprobar si ha descendido el dolor.

—Me duele mucho menos —me indica, y le aconsejo que repita él solo en casa los mismos ejercicios que le he hecho cuando note algún malestar—. ¿Puedo molestarte para que me los hagas tú, que eres el que sabe? —Clava su magnética mirada verdosa en mí, mordiéndose el labio inferior—. Yo soy capaz de partirme el cuello.

—¿Cómo sigues teniendo esa espalda? —cambio de tema, y me vuelvo a poner tras él.

—Pues no sé. Doliéndome lo normal, creo.

—Lo normal es que no te duela —le respondo al comprobar la tensión que tiene acumulada en los hombros, y comienzo a darle un masaje en esa zona.

La garganta de Daniel emite un sonido de placer y noto que se relaja poco a poco.

Mamma mía, qué bien usas las manos para todo. Eres el hombre perfecto.

Sonrío.

—¿En qué postura sueles ponerte?

—Mmm... Pues depende. A veces prefiero la del perrito, otras la del misionero, la carreti...

—Al sentarte, atontado —lo corto entre risas.

—Ah. —Él también se ríe—. De cualquier manera.

—Tienes que intentar sentarte siempre con la espalda recta.

Ojalá reescribamos nuestra historia (Serie Lapislázuli #1)Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt