27. Daniel

907 129 59
                                    

El domingo siguiente me toca hacer de niñero. Mi padre y su mujer van a pasar todo el día fuera para celebrar su aniversario de bodas y no regresarán hasta la noche. ¡Yupi!

—Buenos días —saluda Axel al entrar en la cocina, tan fresco como una rosa, vestido con una reluciente sudadera blanca que me daña los ojos y contrasta con su piel bronceada. Le da un beso en la mejilla a mi madre y un choque de puños a su padre, mientras que a mí, que estoy de pie, apoyado en la encimera mirando al infinito y con una taza de café entre las manos, me arrea una colleja—. Capullito de alelí.

Le doy un puñetazo en uno de sus bíceps inflados.

—Piérdete, que no estoy de humor.

Me mira con el ceño fruncido a la vez que se sirve café.

—¿Qué te pasa?

—Tiene que cuidar de sus hermanos todo el día —habla mi madre por mí, riéndose—. Se está preparando mentalmente porque son un poco traviesos.

Un poco, dice... ¡Son los descendientes del mismo Satanás! No tengo ni idea de los modales que les están enseñando sus padres.

—¿Puedo ir contigo? —me pregunta Axel, y yo ladeo la cabeza hacia él, patidifuso—. Me encantaría conocerlos y saludar a tu padre, que hace mucho tiempo que no lo veo. Así te echo una mano.

No, por favor. Quiero evitar compartir espacio con él todo lo necesario. Si no lo tengo cerca, no tendré remordimientos por experimentar ciertas cosas y no sentiré que le estoy poniendo los cuernos a mi novio.

—No te lo recomiendo —le respondo—. En cuanto los conozcas, vas a ir corriendo a un hospital a hacerte la vasectomía.

Axel se ríe.

—Qué exagerado. Seguro que no será para tanto.

—Vosotros erais peores —interviene Casimiro.

—Pero muchísimo peores —agrega mi madre—. Los hijos de mi exmarido son unos angelitos comparados con vosotros.

Tienen razón, pero, en nuestro caso, era una bendición aguantarnos porque éramos adorables. Mis hermanos, no.

Sobre las doce nos ponemos en marcha en el coche de Axel hacia la dirección en la que se encuentra el piso de mi padre.

—Eres libre de huir cuando quieras —insisto, sentado en el asiento del copiloto.

Él despega la vista de la carretera durante un segundo para mirarme a través de sus gafas de sol y sonreírme.

—No voy a huir más; te lo he dicho mil veces.

Un remolino de mariposas drogadas invade mi estómago y, durante lo que queda de trayecto, contemplo el paisaje con una sonrisa pegada a la cara.

Una vez que llegamos a nuestro destino, mi padre nos abre la puerta y su atención la acapara solo Axel. Después, arruga el entrecejo, intentando hacer memoria, y yo me pregunto cómo es capaz de no reconocerlo nada más verlo, aunque haya cambiado un montón físicamente y haya dejado atrás al tierno adolescente.

—Hola, Arnau —lo saluda mi querido hermanastro, mostrándole su envidiable sonrisa—. Cuánto tiempo. Me alegro de verte.

El cerebro de mi padre por fin reacciona y se da cuenta de quién es el chico tan apuesto (mentira) que tiene delante.

—¡Oh, Axel de la Rosa! —exclama, y le da el típico abrazo entre hombres con palmaditas en la espalda. Cuando se separan, lo estudia con detenimiento—. Madre mía, cómo has crecido. Estás hecho un galán, pedazo de granuja. —Le da un puñetazo flojo en el brazo, dedicándole una amplia sonrisa—. Seguro que las tienes a todas locas por ti, canalla. —Y le tira del moflete.

Ojalá reescribamos nuestra historia (Serie Lapislázuli #1)Where stories live. Discover now