3. No confundas las cosas

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Señorita Bouvier,

Le escribía para conocer su avance con la lectura y estudio de nuestra Política interna.

Ante cualquier pregunta, estoy disponible para solucionar sus dudas.

Atentamente,

Joseph Storni.

Bastaron casi dos horas para que la muchacha respondiera y, si bien, Joseph se alegró más que nunca cuando oyó el sonido de la notificación de su teléfono móvil, ardió en rabia cuando la joven respondió con dos miserables y pobres frases que lo perturbaron.

Señor Storni,

Todo va bien.

Muchas gracias.

Joseph intentó cenar frente a la televisión y comer los asquerosos bocadillos que él mismo había preparado durante la mañana, pero un reportaje de televisión enfocado en maltrato animal lo hizo explotar y registrar su maletín de trabajo, encaminado en una sola cosa.

Revisó toda la documentación de las postulantes que había recibido el día de la entrevista, hasta que logró dar con la carta y los documentos de Lexy Bouvier y, tan atrevido como siempre, la llamó a su teléfono privado, motivado por la impotencia que seguía sintiendo desde la tarde anterior.

—¿Sí? —preguntó ella, un poco perdida.

—Señorita Bouvier, habla Joseph Storni. ¿cómo está? —soltó todo el aire con la frase y se mantuvo callado mientras Lexy imitaba.

—Bien, supongo... gra-gracias —titubeó y se oyó un extraño movimiento por la línea.

—Le envíe un correo para conocer su avance con nuestra política, ¿todo está bien?

—Ya le respondí, señor Storni —contestó ella con decisión y la línea telefónica se inundó del sonido del viento, donde Joseph anticipó que la joven había salido para hablar con él.

—Lo siento, señorita Bouvier, a veces los correos rebotan, no he recibido nada —mintió, tocándose el cuello con nervios.

—Bueno... —musitó ella, confundida—. Todo está bien, Señor, ya casi termino el manual. Marqué algunas páginas para leer otra vez y no olvidar las cláusulas más importantes.

—Muy aplicada —contestó él, sonriente.

Pero su alegría se vio apocada por la continuación de la muchacha:

—Lo siento, señor Storni, ya tengo que irme, estoy en la casa de mi novio y salí un ratito para responder a su llamado. —Se agitó a través de la línea y Joseph gruñó enrabiado por su estupidez.

—No se preocupe, nos vemos el lunes. Cuídese, por favor —contestó con un ruego y la llamada finalizó—. Estúpida niña —dijo, apretando el teléfono entre sus manos.

—Niña sí, estúpida nunca —interrumpió su hermana menor.

Su voz era juguetona y siempre se metía donde no la llamaban.

—Emma —hipó Joseph, atemorizado.

La joven caminó con un paso divertido frente a él. Joseph rodó los ojos y se sentó otra vez frente a la televisión, cogió el plato con comida entre sus manos y regresó a su aburrida rutina.

Su hermana se sentó frente a él y observó la televisión en silencio, tranquila y silenciosa como siempre.

La muchacha, de tan solo dieciocho años era su único familiar con vida y a quien cuidaba desde que su padre había desaparecido. La joven era respetuosa y valoraba la buena vida que su hermano le ofrecía, algunas veces intentaba ayudarlo y era la única que lograba sacarlo de su fea rutina.

—Ya sabemos que no soy estúpida —musitó ella sin despegar los ojos de la televisión—. Si no hablábamos de mí, ¿entonces de quién? —curioseó juguetona.

Tenía un fuerte interés por la vida privada y amorosa de su hermano, pero Storni nunca hablaba de nada. Era demasiado reservado para su gusto.

—Nadie que te importe —contestó él sin mirarla y siguió masticando su desabrida comida sin despegar los ojos de la televisión.

—¿Cómo se llama? —insistió Emma con alegría—. ¿Es alta, baja, rubia o morena? —continuó y se revolvió inquieta en el sofá. Joseph negó sin mirarla y se enfocó en su plato vacío—. ¿Es bonita? —molestó y Joseph la miró con curiosidad—. ¡Es bonita! —gritó la chica y su hermano rodó los ojos otra vez—. ¡Dime como se llama!

—¡Estás loca, no es nadie, no tiene nombre y no es bonita! —mintió y se levantó desde el sofá para desaparecer en la cocina.

A pesar de que Lexy no se parecía en nada a las mujeres que solía frecuentar para divertirse, tenía algo especial que ni él mismo lograba explicar. Era una mezcla entre su torpeza y su sonrisa, algo que iba más allá de su físico y pequeña estatura; un poco de misterio, tal vez, y uno que otro chispazo de inocencia.

Eran muchas cosas y todas lo llevaban a la misma sensación: calor.

Intentó encontrar una cerveza que calmara el acaloramiento que sentía y es que, si pensaba en Lexy y su falda negra se acaloraba como si nada; era lo más insensato que había vivido nunca y seguía pensando que se trataba de un divertido sueño de su conciencia, uno del que no podía despertar.

Encontró una cerveza helada y junto a ella apareció la odiosa de su hermana, quien continuó con sus divertidas bromas.

—Lexy Bouvier, veintidós años, sol-te-raaa...

—¡¿De dónde sacaste eso!? —gritó él, furioso y se alarmó al ver que su hermana tenía la información personal y laboral de Lexy entre sus manos.

—Lexy rima con sexy —burló la chiquilla y continuó—: pensé que las relaciones entre trabajadores estaban prohibidas...

Se tocó el mentón con el dedo índice y simuló expresiones de interrogación.

—¡Y lo están! —refutó él, arrebatándole los documentos de Bouvier—. ¡No confundas las cosas!

—¡Tú no confundas las cosas! —contestó ella y se echó a correr cuando Joseph volteó para enfrentarla.

La chiquilla, ágil por su edad, corrió escaleras arriba y desapareció en la oscuridad de la casa. Joseph soltó un bufido y se desarmó en el sofá de la sala, con el teléfono móvil entre sus manos, con la pantalla encendida y visualizando el correo electrónico de Lexy Bouvier.

Leyó muchas veces su respuesta, acorde pretendía descubrir algo más. El mensaje era breve y simple, pero, entre líneas, la muchacha pedía ayuda a gritos.

Siempre míaWhere stories live. Discover now