Capítulo 8

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La pelirroja se enderezó, quedando sentada con las piernas cruzadas. Sus ojos parecían a punto de salirse de las cuencas.

—¿Donde estoy?—Preguntó, tirando de la sábana para cubrir sus encantos.

La situación me resultaba de lo más graciosa; no todos los días tenía la suerte de ver a Ana descolocada. Miraba su alrededor, intentando resolver su propia cuestión. Navegó por las paredes grises repletas de fotos enmarcadas en simples marcos negros, la enorme ventana desde la que se colaban los primeros rayos solares y luego bajó los ojos a la cama con la frente surcada por cómicas arrugas. Por mi parte permanecí en silencio, disfrutando de su incertidumbre, lo cual no le gustó en absoluto.

—¿Es qué te ha comido la lengua el gato, ruso?

—Estás en mi casa y más vale que te levantes ya o el desayuno se enfriara.

Antes de darle la espalda para encaminarme a la puerta pude ver como la sorpresa se dibujaba en su rostro. Regodeándome en el placer que me suponía sacar de su perfecto mundo a la pelirroja, me dirigí a la cocina, sonriendo como solo lo haría alguien que se ha salido con la suya.

Removí el café varias veces, esperándola. Tras varios minutos pensé en la posibilidad de que hubiera decidido volver a dormirse hasta que vi sus largas piernas descender las escaleras. El aire de mis pulmones se escapó de golpe. Llevaba una de mi camisas negras de botones, descalza y el pelo recogido en una simple coleta. El maquillaje de la noche anterior había desaparecido, dejando al descubierto unas graciosas pecas que nacían en su nariz y se extendían ligeramente por las mejillas. En ese momento me di cuenta que no había reparado lo suficiente en aquel rostro de rasgos dulces y elegantes.

Ana, sin todos aquellos complementos que solía llevar, parecía más real, más cercana... más tentadora.

—Espero que no te importe que cogiera tu camisa—Dijo a la vez que tomaba asiento frente a mí—No sé donde está mi ropa.

Pestañeé seguidamente, saliendo del trance en el que entré al estudiarla con más atención y agaché la mirada a mi café a la vez que le contestaba:

—Está lavándose. Desayuna, te sentará bien.

—¿Dónde está Mónica?—Inquirió, ignorando mi consejo.

Resoplé, sabiendo que esa mujer no desistiría hasta obtener las respuesta que quería.

—Con Anthony—Levanté la vista justo a tiempo para verla arquear una ceja—Tú y tu amiga os sobrepasastéis con los chupitos. Anthony se llevó a Mónica a su casa y yo...

—¿Tú acudiste cual príncipe en su corcel blanco a salvar a la princesa en apuros?—Se mofó, alargando el brazo para capturar un dulce y llevárselo a la boca.

—No veo ninguna princesa—Contraataqué, intuyendo que no las tenía del todo conmigo para salir victorioso.

Su mirada lanzó mil dagas contra mi persona.

—Ni yo ningún príncipe—Subió una de las piernas a la silla y a través del cristal de la mesa pude ver sus braguitas rosadas.

Inspiré profundamente y aparté los ojos de aquella prenda, adivinando que si seguía contemplando semejantes vistas no la dejaría desayunar.

Tirando de todo mi control intenté concentrarme en mi café y no mirar más allá de el, pero me era imposible no echar alguna que otra miradita en dirección a la mujer que tan frustrante e insoportable me parecía. No lo comprendía, ¿qué tenía Ana? Nada de ella debía resultarme mínimamente atractivo, nada debía parecerme atrayente. Pero allí estaba yo, incapaz de quitarle los ojos de encima. Habían más mujeres, mujeres que cumplían los requisitos de lo que buscaba, de lo que necesitaba, el problema es que ninguna de ellas despertaba la curiosidad que despertaba la pelirroja. La cuñada de Will era una incógnita andante y yo, no sé muy bien porque, quería conocer todas las respuestas.

Probablemente nuncaKde žijí příběhy. Začni objevovat