14. Gesshoku

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Manabu supo que la muerte se hallaba a la vuelta de la esquina con el despertar del nauseabundo hedor a sangre acumulada; la viva imagen de su pájaro de mal augurio que toma forma con sus oscuras y opacas alas que cubren con su manto el infausto horóscopo que pronto llegaría hasta la puerta de su casa.

Cuando la pálida luna se pone sobre el cielo son sus pupilas las que se dilatan, irritantes, llenas de odio, y de un color tan oscuro que te hunde. Cuando cae la noche pues es allí que se encuentra el núcleo del aborrecimiento, de la muerte, del inmenso y eterno retorno de lo agonizante. Los oídos que fingen no escuchar, las palabras que se pierden entre retazos violentos de pura envidia. Manabu, atónito, se encontraba de rodillas sobre la entrada de su dulce hogar que a raíz de su decadencia, en un delirio que florece, habita entre las ruinas.
Yace observando un punto fijo, cual cadáver, en lo interno de su alma todo cae en sus pies, todo se apaga lentamente, y no quiere ser víctima de la amargura del destino.

En su falda la fémina de piel de porcelana se deshace entre lágrimas y son sus alas blancas pequeñas, y suaves, aquellas mismas semejantes a las de un ángel que habrían de estar tan rancias como las emociones que se alzan fuera de su boca cual pútrido y profundo vómito. Miki se aferra a la inorgánica y esperada reacción de Manabu, y en su piel ella retrocede a sus primeros años de vida cuando su satisfacción era el llanto; estaba rota, finalmente, en fragmentos tan frágiles que siguen quebrándose tras cada pausa y sollozo que del pálido de sus labios reproducen, sin inhalar algo de aire, sin pausar para procesar lo que siente. Miki no deja de repetir el nombre de Yoshiki cual víctima que huye de las pezuñas del Diablo siendo convocado en su relato desesperante. Y los lamentos se oyen desde la lejanía mientras el alma de Manabu se consume en absoluta tristeza.

Y no, no es que su estado delirante se deba a la ruptura de su tesoro más adorado (quien de más está recalcar que se trata de Miki), no obstante es él mismo quien ha traicionado sus propias emociones y es en el instante cual observa a la mujer de su vida despedazarse delante suyo, que el mero hecho de no sentir nada por aquello le mata de dolor. Irónico. Quiere reprochar su carencia de emociones pero en cambio, finge una sonrisa triste cuando se devuelve a la realidad, y sin emitir palabras su lenguaje se basa en contener a la jovencita: acaricia su oscuro cabello con movimientos delicados y luego envuelve su ya roto cuerpo entre sus brazos mientras la mece, en silencio, como si él fuera una sensata madre que acalla el llanto de su ansioso bebé.

Principio del fin y del florecer que con su ausencia se muestra. Bajo el silencio de la noche los sollozos de Miki y todo resto de promesas rotas han permanecido sumisos bajo el ruido blanco de un ambiente que imita la vacía conciencia de un caído. En su interna Manabu suplica por su perdón, y cual Judas, deja un delicado beso sobre la sudorosa sien de la chica que se halla dormida entre sus brazos. Con el peso de un cuerpo dormido se levanta del suelo y entre el sonido de la madera que rechina bajo sus pies, y de su respiración calmada, deja que la fémina descanse sobre el futón con aroma a lavanda y moho.
Su sadismo maquina tan pronto se encuentra a solas, absorbido en la oscuridad de la residencia cuyo silencio reina, donde son su ego y la luna observándose intensamente.

Con la mirada vacía sobre el jardín suspira exhausto y se dedica a admirar a los grillos que de aquí para allá cantan la última sonata de la madrugada. Se sienta tan relajado sobre su lecho de lycoris y siente el devenir de la oscuridad que ahora se encuentra tras el umbral de la puerta. Manabu siente cómo se derrite sobre el escalón de madera y la nicotina procede a mezclarse entre sus labios rotos y el oxígeno que lo rodea.
Las campanas que cuelgan en el porche suenan delicadamente y el llamador de ángeles urgente anuncia su pedido de auxilio.

La muerte canta su llegada tras un largo viaje.

Manabu siente las manos que le acarician la piel de su mandíbula. Conoce perfectamente el roce de sus dedos de tal manera que no hizo falta voltear para ver quién porta dicho tacto. En su alma él siente que todo está arruinado, sin entender porqué, siente que ha caído en cuenta del malestar en su corazón. Las manos siguen acariciándolo y descienden hacia su pecho donde los brazos de tez morena permanecen quietos allí cruzándose sobre la gélida piel del fumador que con su mirada vacía suspiró enamorado y entregado. Miró hacia arriba y se encontró con el par de ojos rasgados que se esconden tras la varonil cicatriz que divide su rostro cual mal y bien que se retroalimentan eternamente; su rostro calmado no le provocó ansiedad, de hecho, el joven hallaba el placer en aquella sensación.

Cielo y TierraWhere stories live. Discover now