03. Yokan

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III

Partiendo de aquél duelo frente a la Muerte, los pétalos se extirpan de sus ramas y con el viento que seduce la suavidad de éstos mismos ellos vuelan, como la perversidad de Manabu que se ha transformado como una mariposa, o como un pequeño capullo que sabio crece en la colina de su inconsciente para florecer hermosamente. Su morbo latente se alimenta cada vez más y más, hambriento yace en un proceso de conmoción donde su interés fue plasmado en el aroma perturbador de la sangre en descomposición que en su memoria se empapa de indagación para más tardar estremecerse junto a la líbido que recién despierta bajo la fricción que recibe de la susodicha adueñándose de su goce al punto de hacerle alcanzar el nefasto, indeseable y fatal clímax.

Son las noches donde a falta del protagonismo de la hermosa redonda lo único que se siente es el festín de las sombras cuyo fin le acecha entre sueños y el esponjoso futón que cubre de sudor, así envolviendo el plácido clima en su calentura que, se asemeja indudablemente al mismo calor del Infierno; en el mundo onírico siempre ha de ser la estrella cual miedo le doma en un intento de amarrar carnalmente con palabras que se han hundido en el olvido y que en su piel se impregnan dejando marcas en ella, restos, el eco de una silenciosa voz que jamás ha sido fuerte.  Entiende y acepta aquellas veces en las que torpemente añora lo incorrecto y reclama de su honor cual figura celestial que se apiada de su tristeza y soledad. En su insípida rutina, bajo la suerte, jamás careció la incertidumbre reflejada bajo sueños que le humedecen la piel tras ser presionado por el temor que noche tras noche ha de penetrar su indefenso cuerpo, tan profundamente, que su sentir en él es un dolor punzante y enigmáticamente satisfactorio. Entonces ha de comprender lo incorrecto de cada uno de los deseos que le han hecho sentir tan culpable que incluso ha llegado al punto de desconfiar de su persona anteriormente, en un intento de cubrir cada espejo que refleja la ansiosa expresión con la más oscura tela, tan lóbrega como aquellos impulsos que han de vestirse para abrigarse de la oscuridad que esconde, con vergüenza.

Cada noche, en el sopor, es reprimido por el cadáver que ha escuchado la súplica de saciar el lascivo anhelo que de su carne se alimenta en la necesidad de tomar una forma que se asemeje a él. Con lujuria le sujeta los tobillos e inmóvil manipula su persona cual marioneta que traduce su deseo en lo opaco de su mirada, piensa incrédulo, ¿Cómo es posible describir aquello que siente cuando es la viva imágen de él mismo, desfigurada y siniestra aquella que noche tras noche se presenta? Cruel, vil, los adjetivos han de extraviarse en su vocablo. ¿Qué persona tan abyecta tiene la capacidad de crear semejante montaje por placer? No obstante admira—creyendo estar en su completo sano juicio—la codicia de aquella mente criminal que sigilosamente lo arrastra más allá de la cordura.

Alma impregnada de lúgubre anhelo que lo lleva a la deriva de sus pensamientos en un intento de hacerle enloquecer.
La inherencia envuelve su conciencia en llamas en un intento de aceptar el destino que se le propaga. Escéptico, rechaza su creencia a la suerte aunque si habría de hacerlo, manifiesta con molestia lo tosca que es la susodicha al despojarlo de la libertad en un divino castigo que se le ha asignado, o aquello le susurró la tenebrosa melodía que del infierno escapa tambaleando el palpitar de su frágil corazón para perder el equilibrio tras caer en la desgracia de un ensueño que cree jamás realizar, tan irónicamente utópico que las yemas se desgarraron entre el sarcasmo de caer sobre la áspera tierra, y ser un cuerpo más entre una multitud de mortales.

Entre tantos recuerdos reprimidos yace un indecente fragmento de su infancia cuando escuchó las palabras de su padre decirle vagamente al pasar: «Jamás esperarás que tú, cruel bestia, algún día caerás rendido ante los pies de un hambriento Judas deseoso de afecto».

Manabu suspira triste ante el recuerdo, la voz difuminada de su padre se presenta anunciando su llegada con centellas sobre un campo de flores; otra noche en soledad libre e indefenso ante las terroríficas pesadillas. Delirio, soledad, embriagado entre escalofríos se aferra a la muerte, para pensar: «¡Cuánto quisiera dejar de vivir para hacer una obra de mí!, ¡Cuánto anhelo ser un muerto para admirar tu hacer íntimamente! Apoya tus manos en mí y moldea mi entero ser que de tu mano beberé y en el jugo de tu cuerpo danzaré para abrigarme de tu ardiente piel, ser tu obra preferida, intérprete del infinito impulso que se escabulle entre tu hiel».

Cielo y TierraWhere stories live. Discover now