02. Ikigai

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Las malas lenguas han hablado de la metamorfosis que mimetiza su carácter entre los humanos; conocido como un proceso biológico tan sencillo y concurrente como cualquier otro fenómeno semejante, tan llano como el solo hecho de respirar, y tan irónicamente complejo de comprender si podemos exprimir una metáfora de tal sencillez. Sostengo fiel a mis principios que nosotros, los seres humanos, somos idénticos a la larva más ociosa, independientemente de su especie, y tarde o temprano llegará el último eslabón de nuestra agonizante transformación.

No es el caso de Manabu cuya frágil sutil crisálida ha de encontrarse despedazada tempranamente.
Él quien delicado aletea sus sensibles alas intentando escapar del destino con el que siempre ha soñado; y no soñar, adorado, admirado, urgido totalmente en una eterna fantasía, su sueño es dominio de lo recóndito de su oscura psiquis donde allí vive longeva y aburrida la Muerte que de odio se llena. Detrás de su espalda, entre escombros y cicatrices allí yacen lapidados los retazos de lo que él alguna vez fue pero, es la incertidumbre quien le asfixia con sus grandes garras de tal manera que su respiración se entrecorta, ansiosamente siente el pánico que le consume y seguido a ello una gota de sudor se desliza por su desnudo hombro para finalmente dejar su marca en la húmeda sábana: piensa, en lo efímero de la susodicha, divaga entre lo que alguna vez fue, lo que es, lo que pronto será. Adquiere una chispa de lucidez.

El momento digno de entretenerse sucedió sobre el inimaginable hervor que se sentía en el pavimento, allí yace sin signos vitales el cuerpo descompuesto de uno de los incontables subordinados de la familia; ha oído de boca en boca cientos rumores que se distinguen entre ellos, pero aquél que más le ha llamado la atención fue el siguiente: pobre trabajador quien vivía de la venta ilegal de cocaína, inocente y algo perspicaz a su misma vez.
Un hombre sencillo que ha desaparecido una mañana, y que tras su investigación, ha aparecido sepultado en el jardín de su propia casa. La quijada del hombre se encuentra abierta de par en par, mientras que sus ojos, vacíos y amarillentos comenzaban a secarse por la enorme apertura de ésta, dentro de su boca se hallaba un fragmento que a Manabu le ha llamado la atención: pues se calza los guantes y desmiente su perezosa personalidad, admite en voz alta cuánto adora su trabajo como médico forense, y con intensa curiosidad explora con dos de sus dedos la cavidad bucal del putrefacto hombre que le vigila con el escaso brillo en su mirada.

Tantea con sus dígitos las podridas muelas que bailan sobre la yema de los dedos, y posteriormente, acaricia intrigado la viscosidad en su paladar sintiendo el relieve de lo que podría ser una herida—o más bien, una marca. Inspecciona el cadáver cuando le da una media vuelta sobre el cálido suelo, se podía ver como su amarillenta piel ahora mismo se encuentra tan desgastada que pequeñas zonas de ésta misma se escaman sin motivo como si se tratara de una ácida cebolla... casi tan iguales, sin menospreciar la vida misma que llegó al fin del transcurso del fallecido quien sencillamente ha dejado de sí mismo su detenida inspección sobre su cuerpo que en él urge con sarcasmo la gracia de estudiarlo de pies a cabeza. La piel amoratada que le otorga un ligero color a su tez apagada en Manabu ha de provocar un retortijón en su estómago producto al límite que constantemente le propuso a los impulsos que lideran la necesidad de arrancarse los guantes salvajemente para rasgar su asquerosa piel con las uñas y escarbar hacia lo profundo de sus violáceos órganos tan oscuros como el nocturno cielo y tan jugosos como el fresco cítrico que permite ser triturado por sus dientes.

Entonces siente su moral desgastada y retorcida mientras más alimenta su curiosidad, se aproxima al cuerpo como si quisiera devorar su cadáver con el fin de concebir su grotesco aroma; el olor se cala en su nariz permaneciendo un largo tiempo allí, al parecer, distinto de cualquier otra cosa que ha sentido pero que igualmente no provoca que un solo vello se mueva por ello. Nauseabundo es el olor a la Muerte que en un instante voltea sus sentidos para lograr una inducción que le envuelve la consciencia, de aroma picante, dulcemente curioso aunque ha de ser tan repugnante como el anhelo que en él nació a partir de ello. La abominable fragancia se impregna en sus dedos y contagia su piel, observa que en las prendas de vestir hay rajaduras, salvajes.

—¿Lo ha atacado un animal? —pregunta su compañero, y extrañado Manabu niega con la cabeza.
El curioso joven introduce los dedos sobre la rotura de las prendas de vestir y termina rompiéndolas de un tirón, en seco: a través de la abertura divisa que en su espalda se halla grabado un carismático Buda de piernas cruzadas, desteñido, absorto por la putrefacta herida que distingue su semejanza al corte de una filosa cuchilla aún firmemente sonriente pero de abundante sabiduría que entre el medio de la mugre se baña—irónicamente—en sangre.

La longitud de la herida ocupa el ancho de su espalda, la carne ya no es visible porque en aquella descansa una enorme costra color verde digna de hospedar cualquier insecto que tenga ansias de descansar en aquella dura superficie producto de la sangre que se mezcla con la pus que no tardó en ser interrumpida siquiera un segundo debido al carnívoro ímpetu del interminable abanico de insectos que prefieren realizar un banquete sobre su piel. Manabu, cual infante que se regocija en curiosidad ha de ser totalmente cautivado por la perfección del corte que podía verse en la herida susodicha, aquello mismo fue lo que generó una ansiedad escalofriante que no dejó de perturbar su mente siquiera un mísero instante hasta hallar el próximo cuerpo de características similares que se ha almacenado en su interminable memoria tras haber observado con gracia el primer cuerpo que hasta sus pies ha llegado.

Siente el instinto que empieza a crecer en su pecho, y neurótico, se aferra a su mística. ¡Que milagro! Siente una corazonada que le acecha la añorada paz cual está turbada por el placer de atormentarse a sí mismo por querer que el interés se desviva esperando ansiosamente al próximo encuentro con el siguiente cadáver; así sintiéndose cruelmente atraído por los impunes actos de un criminal suelto que ha de preferir degollar las cabezas de su familia, bañarse en su sangre y masticar sus ojos frente a su rostro dejando en él una mancha imborrable. La traición, orgullosa, el sentimiento de culpa que se alimenta de su empobrecida ética, al creer que toda muerte es su más magnífico regalo.

IKIGAI: el anzuelo que maniobra tus viles raíces tras ser masticado por mis dientes.

Razón de vivir.


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