04. Kaigen

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Tiempo de incertidumbre donde pesadillas infinitas persiguen a rastras el retoricismo en la tranquilidad de Manabu, su mente se tulle como autofagia en su propia intriga. Parte del hecho que más le ha sucumbido, cuando el resentimiento ante la traición de su propia psiquis toma cuerpo, vida, meses de pesadillas y de un eterno terror que constantemente se repite en cuanto las agujas del reloj saltan con lentitud entre la infinidad de los números. El maestro del terror y el infame cómplice de la muerte que anhela llenar de aire los vasos sanguíneos de sus presas hasta estallar. El doctor, que da pasos firmes y se conmueve en la traición de su narciso que ingenuo y desconfiado le observa frente al espejo.

Deja que las bonitas primaveras dejen pasar su amabilidad, dos de ellas, escondiendo la ternura y el romanticismo provocando que Manabu sea digno de guardar su corazón—no su cuerpo—al más bello pétalo que ha visto en su vida. Su nombre pasa de boca en boca, de sábana en sábana, mientras el dinero viaje entre sus manos y su mente divague en el placer Manabu no preferiría pasar el tiempo a solas con su no tan adorable paranoia. Los delirios poco a poco le carcomen la mente y es por eso que él daría lo que fuera para no dormir a solas, en la fría y silenciosa noche.

Ocasionalmente cierra los ojos y entre imágenes se presentan la infinidad de cuerpos que a diario ve, profanados, desfigurados, aquellas cuencas vacías retumban su escasez entre ecos de sollozos de lo que alguna vez han de ser, rastros de lágrimas carmesí en sus mejillas y labios tan rojos como la sangre: ¿Son pesadillas o más bien deseos?, piensa Manabu cada vez que se despierta entre lágrimas y sudor. Fue por ésto que ha quedado tan absorto, consumido, e intrigado por la anatomía desfigurada al punto de ansiar arreglarla, curarla y mejorarla, por el placer de sanar y la ansiedad de saber y desafiar cómo hallar una solución cuando aquello que ha cuidado con amor vuelva a deslustrar su valor.

Él se sana a sí mismo hasta que su cuerpo se regenere, y cuando sus heridas cierran entonces bebe de lo hereje para consumirse lentamente en lo incorrecto y así, se autodestruye nuevamente quedando en amparo de la muerte que se presenta, desfigurado y vil, entre sueños. Cabe destacar el hecho que en su linaje es su pariente más querido, su tío, quien encabeza la familia y muchos dicen entre rumores que su favoritismo se hace ver cuando es mandado a curar las heridas de los cuerpos que en vida ya no están. No obstante cuando su nombre se volvió más famoso de lo usual incluso su tío colocó su mirada juzgadora en él acorralándole la inocencia como si de un ternero se tratara. Si ha de rebuscar entre aquellos sucesos inesperados que han de aparecer repentinamente en su vida, mismo como el cambio de imagen que él mismo ha maniobrado, fue el interés que el victimario percibió de su parte, gozando de la obsesión mutua que los atrajo como imanes desde lo oculto del limbo compartido convirtiéndolos en los arquitectos que con paciencia han construido el infierno por el que hoy en día pasan para ser constantemente azotados por la envidia, la lujuria y la avaricia que los apela.

No busca ni implora ningún tipo de justificación hacia sus actos, indignos de ser humano, que han sido incapaces de controlarse hacia tal alteración. Se preguntarán cómo es que supo el momento exacto en el que su destino ha manifestado el punto de partida que determinará el trayecto de sus acciones y sus consecuencias; pero antes de ir al grano, tomaré el atrevimiento para detallar el espacio en el que al parecer Manabu peligró el latir del hirviente corazón bajo la lluvia de pétalos de la hermosa sakura que moviendo su rosada melena de aquí para allá sin condición se ha dedicado a mantener el romanticismo entre su expectativa idealizando el esmero que siente tras observar a la lejanía la figura que se escondía entre la dulzura imaginaria:

Como fue dicho, todo comienza cuando su nombre golpeaba la puerta de cada residencia que abunda en la tranquila ciudad, la elegante figura de Manabu  se halla transparente cual espectro que busca quien le mire, pero eran las tres sílabas de su nombre que provocan escalofríos al dejarse escapar de los labios ajenos como un suspiro; por la tarde, camino a su hogar y tras una extensa jornada laboral que parecía ser interminable.

En su memoria contaminada de dudas entonces recuerda perfectamente que aquél día era un miércoles primaveral, propiamente lo percibía como el día del mal augurio donde generalmente—según él—se desencadenan eventos desafortunados. Su silueta de escabulle traviesa entre la ola de pétalos que revoloteaban por las calles entre las personas que se juntaban para admirar los cerezos caer bajo el atardecer y la aparición de la hermosa luna que pronto sería destinada como sangrienta. A lo lejos el festín se hacía escuchar y los tambores bajos junto al timbre alegre de los cascabeles generaban una nostalgia inexplicable y familiar, como un deja-vú que duda haber vivenciado. A medida que se acerca a la pequeña reunión en su ciudad siente el aroma a la manzana caramelizada con algunas tonadas de chocolate y banana, los chillidos de los niños que se divierten atrapando pececitos y un aroma al río que de noche corre fuerte y humedece la madera del puente que divide dos ciudades cuando la salpica.
Se siente enamorado de su entorno y sonríe arrugando sus ojitos escondiendo la marca de belleza que descansa a un lado de su ojo izquierdo, se ríe bajito y cree que por fin está alegre de estar con vida. Aunque siempre la suerte toca su puerta, y los miércoles dejan un sabor agrio en su boca, cuando abre los ojos siente fugazmente que su vida misma no era propia, una ficción deprimente. Los preciosos y rosados pétalos caen lento y se deslizan con el viento sobre decenas de personas que lo separaba marcando distancia, de aquél hombre de figura llamativa que ha permanecido durante largos segundos en el mismo lugar, observando su andar con aquellos hermosos ojos que Manabu jura haber visto alguna vez: Un hombre joven cuya postura le regala cierta seguridad que visualmente le había resultado inigualable, misteriosa, cuya aura aterradora era digna de cautivar su atención.

Se mostraba intimidante, y ante su delirio, sexual. Rozaba el metro con ochenta, su cuerpo era llamativamente cautivante por la madurez que le vestía con salvaje hombría, sus grandes proporciones se hallaban sentadas bajo una hermosa yukata carmesí, la cual expone su tonificado pecho desnudo haciendo visible el fino sudor que se desliza sobre su morena piel provocando una insaciable sed que el joven de mirada oscura no ha podido comprender. Su cabello corto y de color castaño se miraba peinado hacia atrás con algunos pequeños cabellos de su flequillo que casualmente caían sobre su frente dándole un aspecto aún más varonil. Lo llamativo de aquél joven misterioso que le hierve sangre, son aquellos melancólicos rasgados ojos color miel, los cuáles en dicho momento resultaron impactantes tras divisar la fortaleza que le otorgan sus cejas ligeramente pobladas y con una pequeña cicatriz en la parte derecha de una de las susodichas. En sus facciones perfectamente dibujadas, varoniles y marcadas, se encontraba una notoria cicatriz sobre el puente de su nariz que ligeramente descendía hasta sus mejillas en recuerdo de un suceso que cortaría su hermoso rostro, volviéndo aquél imperfectamente perfecto.

Sus rosados labios le regalaron una majestuosa sonrisa provocando que el corazón del enamorado de un giro en su lugar para escaparse de su pecho y correr hacia los brazos del hombre y autoproclamarse esclavo de su dominio tan altamente deseado. El joven muestra una sonrisa cuando observa el rostro sonrojado de Manabu, y en aquella sonrisa hay un gesto el cual no encuentra un significado, pero entiende que lo motivó a mover inconscientemente los pies y caminar lento y curioso hacia él. A medida que se acerca más a su potente presencia, fueron sus ojos aquellos que le dieron un golpe de realidad, pero él, inepto iluso que se aferra a la ternura que alguna vez sintió, negaba el hecho de que aquella mirada que sus ojos poseen era exactamente la misma que la del pequeño ángel que vio en el lago por primera vez.

Una vez cerca suyo se siente inquieto y diminuto bajo su dominante fragancia que se dedicó a seducir su sentido del olfato. La sonrisa se muestra amable a simple vista, aunque su intuición comprendió que su superficialidad iba más allá de una vil cortesía (¡Que irónico!), aunque en dicho momento, la conciencia le ruega huir de ese escenario por el peligro percibido. No obstante el presentimiento y la esperanza en su frágil corazón han de ser los motores de su torpe accionar tan estulto que decidieron por cuenta propia hacerle quedar en el lugar, sintiendo como muere lentamente por deshacer la pureza ya corrompida bajo el calor del desnudo cuerpo de aquél joven de sublime sonrisa que yace frente a él.

─Habré de conformarme con solo saciar tu ansiada libertad ─finalmente habló haciendo escuchar su tranquila voz─, pero he movido el mismo mar para encontrarte.
Sugiere, el hombre de sonrisa misteriosa sin romper el contacto visual alzando su mano hacia Manabu quien le observaba con ansiedad. Si habría de elegir entre el sosiego de sus pesadillas, o, el incentivo de su eterno tormento entonces fue aquella naturaleza de rasgo masoquista la que lo impulsó a tomarle de la mano para sentir lo áspero de su piel, sin rodeos, convirtiéndose en el cómplice del Diablo.

KAIGEN, Divino cómplice del demonio que acecha su corrompido corazón.

El ojo y su apertura.

Cielo y TierraWhere stories live. Discover now