—¿Escapar de qué, mi señor? —repliqué—. ¿De aquí? ¿De ti? ¿Por qué lo haría?

—¿Acaso te gusta estar prisionera aquí, sola...? —Vaciló—. ¿A mi merced?

—¿Has visto mis ojos, mi señor lobo?

—¿Tus ojos de demonio? —terció con suavidad.

—Ya ves. Nadie me quiere cerca, mi señor, así que estoy mejor sola —sonreí—. Y si me permites la impertinencia, tu compañía es la mejor que haya tenido jamás.

Apretó mi cara entre sus manos y me hizo alzar la cabeza para apoyar su frente en la mía.

—Que Dios me perdone —murmuró antes de besarme.

Me atreví a rodearlo con mis brazos y retrocedió bruscamente, soltándose. Me hizo girar, guiando mi mano a tocar la pared de la caverna. Me detuvo con la nariz casi contra la roca.

—No te descubras los ojos hasta que me haya marchado —gruñó a mis espaldas.

En cualquier otra situación, habría celebrado un sistema tan ingenioso y sencillo. Ese día, estaba demasiado ocupada lloriqueando como una tonta para apreciarlo.

Era un grueso tapiz hecho con al menos tres pieles de oso cortadas y cosidas con tientos de cuero crudo. El lobo lo había colgado a ambos lados de la parte superior de la grieta que daba acceso a la cueva. El tapiz tenía presillas a intervalos regulares, que coincidían con la misma cantidad de clavos a lo largo de la entrada, y que yo recién descubría. Dos gruesos lazos rodeaban toda la longitud del tapiz, cerca de los bordes, las sogas enroscadas en dos de los clavos a la altura de mi pecho. Si jalaba de las sogas, recogían el tapiz hasta arriba. Si las soltaba, el tapiz caía a cubrir la entrada, y las presillas lo aseguraban para que el viento no lo abriera.

Lo probé para comprobar que entendía cómo usarlo y lo dejé alzado. Hice lo que el lobo indicara: junté leña para dos o tres días, renové la provisión de agua. El viento soplaba helado, y vi las oscuras nubes de tormenta que avanzaban en pesado tropel desde el norte.

Doblaba el vestido morado que usara la noche anterior cuando sentí un retorcijón en el estómago. No estaba segura qué había provocado su abrupta partida, pero era evidente que había sido algo que yo dijera o hiciera.

Cuando le llegó el turno a sus ropas, hundí la cara en ellas, aspirando con ansiedad el rastro de su olor mezclado con un eco de lavanda. Ojalá no las hubiera lavado, para que olieran sólo a él. Terminé de doblarlas llorando a lágrima viva.

El aullido del viento me hizo estremecer. Las llamas crepitaron y sentí la gélida ráfaga que recorrió la cueva. Al volverme, vi los grandes copos de nieve que volaban casi horizontales en la tormenta. Me apresuré a echar más leña al fuego y a soltar las pieles de la entrada. Aseguré las presillas hasta los últimos clavos, a sólo un palmo del suelo. Vacilé y solté dos de un lado, para que el lobo pudiera entrar.

Si regresaba.

Tal como la noche anterior, me puse el vestido morado, até la cinta negra a mi muñeca y me senté en el jergón frente al fuego, mirando sin ver la danza hipnótica de las llamas, perdida en mis lúgubres pensamientos.

La tormenta arreciaba allá afuera, una verdadera tempestad.

No tenía forma de saber cuánto tiempo pasé allí sentada después que se hizo de noche, abrazada a mis rodillas.

De pronto me agité sobresaltada. Había estado dormitando sin darme cuenta. Hacía frío en la cueva. Alimenté el fuego, me envolví en mi manto y abrí el tapiz lo indispensable para asomarme a la cornisa. Nevaba tanto que ni siquiera mis ojos de demonio, como él los llamara, alcanzaban a ver el final de la cornisa.

Permanecí allí de espaldas al viento, mirando hacia el sur, hasta que me dolió la cara y mis pies empezaron a entumecerse. Me apresuré a regresar al interior de la cueva. Estuve a punto de cerrar todo el tapiz, pero volví a dejar sueltas las presillas necesarias para que el lobo pudiera entrar. Aunque ahora ya estaba convencida de que eso no sucedería. Semejante tormenta era peligrosa para que hasta un lobo la desafiara. Y yo distaba de justificar el riesgo.

Volví a sentarme en el jergón, terca y obstinada como una mula. E igual de estúpida.

No podía haber dormido mucho tiempo, porque aún quedaba bastante leña en el fuego. Había resbalado de costado hasta quedar hecha un ovillo en el jergón, todavía envuelta en la gruesa manta parda. Me erguí gruñendo entre dientes, las rodillas agarrotadas de tenerlas flexionadas tantas horas. Me frotaba la cara cuando percibí un olor distinto al del fuego.

Atisbé vacilante por sobre mi hombro y encontré al lobo tendido en el suelo al otro lado del jergón. Echado como si durmiera, su respiración profunda alzando su lomo, donde descubrí rastros de nieve. Irguió las orejas apenas me moví, un estremecimiento contrayendo su pelambre. Me cubrí la boca para sofocar un gemido y alzó la cabeza, volviéndola hacia mí. Sus hermosos ojos dorados encontraron mis ojos de demonio.

Le volví la espalda bruscamente y oculté la cara entre las manos, incapaz de contener el llanto.

—¡Perdón, mi señor lobo! —balbuceé entre sollozos—. ¡Perdóname, por favor! Juro que no volveré a...

Me interrumpí al sentir que apoyaba la frente contra mi cabeza. La alcé hacia él, absolutamente desconcertada. Enfrenté su mirada, estremecida y agitada. Olió mis ojos y los lamió, enjugando mis lágrimas. No apartó sus ojos de mí hasta que vio que me calmaba un poco. Crucé las manos sobre mi falda y bajé la vista, todavía estremecida con cada inspiración entrecortada.

El lobo bajó la cabeza y sentí que su trufa tocaba la cinta negra en torno a mi muñeca. La solté de un tirón y el lobo retrocedió, desapareciendo a mis espaldas. Me apresuré a cubrirme los ojos y los oídos, sin moverme hasta que sus manos se apoyaron en las mías.

Retiró la manta que me envolvía los hombros y apartó la que cubría el jergón y la piel de oso. Me desnudó con gentileza, en completo silencio. Temblé en el aire frío de la cueva. Me hizo acostar de lado, de cara al fuego, y me arropó con cuidado. Un momento después, lo sentí deslizarse desnudo bajo las mantas, junto a mí. Pasó un brazo bajo mi cabeza, su otro brazo me rodeó el pecho. Su cuerpo cálido, fuerte, se pegó a mi espalda, sus piernas siguiendo las mías.

—¿Por qué no cerraste bien la entrada? —susurró en mi oído.

—Por si regresabas —respondí en voz baja.

—¿Y por qué llorabas?

Me encogí entre sus brazos, los ojos llenos de lágrimas una vez más.

—Porque regresaste —murmuré.

Aflojó su abrazo, instándome a volverme hacia él. Entonces volvió a estrecharme y besó mi frente. Me apreté contra él. Alzó el mentón, permitiéndome hundir la cara en el hueco de su cuello. Su olor me envolvió, salvaje y tranquilizador.

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now