Capítulo 24

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Su beso impetuoso acalló cualquier pregunta, pero los ruidos de su estómago me hicieron reír.

—Cocinemos, mi señor, que nos llevará un rato y temo que te me desvanezcas de hambre.

—Tenemos un problema. Si sigo descalzo, pescaré un resfriado. Y créeme que no quieres cuidar a un lobo resfriado.

—En el segundo arcón hay botitas de vellón para ti. Tráelas y yo te las pondré.

Me llevó de la mano hasta la mesa y continuó solo.

—Segundo arcón, segundo arcón —murmuró—. Imagino que te refieres a éste.

—El que huele a tela, no a comida.

—Ya, tiene sentido. ¿Y qué quieres del que sí huele a comida?

—Lo que quieras echar al caldero, mi señor.

—No creo que haya un oso aquí dentro, ¿no?

—Me temo que no, mi señor —reí

—Tal vez cuando despierten, en unas semanas —terció, y sonaba como si tuviera la cabeza metida en uno de los arcones.

—¿No estarán demasiado flacos?

Aquellos momentos tan sencillos y cotidianos, hasta humorísticos, hacían que me sintiera aún mejor con él. No se trataba sólo de su afecto, o el placer, o sus cuidados. Su compañía no sólo reconfortaba mi cuerpo, sino también mi alma.

—Entonces lo dejaremos para el otoño. —Vino a detenerse junto a la mesa y se inclinó para volver a besar mi frente—. Quién sabe. Tal vez hasta podamos cazarlo juntos el próximo otoño.

—Si planeas usarme de carnada, me temo que sólo sirvo para leones.

Su usual risa baja, breve, se convirtió en una alegre carcajada aguda que lo obligó a apartarse de mí. La sofocó con tanta rapidez que acabó tosiendo. Era un sonido inesperado, vibrante, lleno de vida. Comprendí por qué siempre se esforzaba por controlarse. Además de ser un sonido vivaz y hermoso, era inconfundible. Imposible no reconocerlo luego de haberlo escuchado tan siquiera una vez.

Se dejó caer en el taburete todavía agitado. Tomé las botitas de vellón de sus manos y me arrodillé frente a él para ayudarlo a calzarlas. Cuando terminé de atarlas, apoyé las manos en sus rodillas y me inmovilicé, luchando con la tentación de remontar sus muslos. No. Si iba a usar el cuchillo con los ojos vendados, precisaría toda mi atención. No podía llenarme la cabeza de nubes. No aún.

Intenté preguntar por su herida mientras cortaba las verduras, con cuidado y lentitud para no cortarme también los dedos. Sólo se avino a decirme que la había causado una de las espadas de plata que usaban los inmortales. Tea lo había tratado de inmediato, lo indispensable para que estuviera en condiciones de regresar al castillo, donde la sanadora lo había atendido como necesitaba.

Detecté el malhumor en su voz, pero no parecía deberse a mis preguntas. Terminé de cortar una patata y decidí tentar mi suerte.

—¿Qué ocurrió, mi señor? —inquirí en voz baja—. ¿Qué es lo que te tiene a mal traer?

Su silencio no me sorprendió. Me concentré en mondar la última patata sin rebanarme un dedo. Al otro lado de la mesa, lo oí gruñir para sus adentros y suspirar.

—Son tus congéneres, mi pequeña —dijo con acento huraño—. A veces me pregunto por qué seguimos tolerándolos.

—¿A qué te refieres, mi señor? —pregunté sin ocultar mi sorpresa, porque jamás había escuchado que los aldeanos desafiaran a los lobos.

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now