La Cacería

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El eco distante de cascos al galope perturbó el profundo silencio que inundaba la pradera. Aquel vasto mar de hierba ondulaba en el frío viento del norte, que inclinaba las briznas en ondas continuas hacia los primeros árboles. El bosque descendía de las colinas que acotaban dela entrada al valle, atravesando la elevada planicie como un muro de sombras impenetrables. Las nubes flotaban sin prisa sobre la pradera, ocultando la luna y las estrellas.

Poco después, dos docenas de sombras superaron la última cuesta que llevaba a la pradera, figuras oscuras y tambaleantes corriendo a los tumbos en dirección al bosque.

—¡Allí está! —gritaron.

—¡Un esfuerzo más!

—¡No se detengan!

El grupo se precipitó hacia el extremo opuesto de la pradera, donde las sombras del bosque prometían refugio. Hombres y mujeres, y al menos media docena de niños. Sucios, lastimados, descalzos, el terror pintado en sus rostros. Los que iban solos se adelantaron en una carrera desesperada hacia los árboles. Las familias intentaban mantenerse unidas, llevando a los más débiles y jóvenes de la mano para que no quedaran atrás. Entre ellos, el herrero sujetó con fuerza los dedos de su esposa, que jadeaba con un brazo en torno al abultado vientre.

Tras ellos, el sonido inconfundible de los cascos subía por la cuesta, impidiéndoles detenerse.

Los jinetes no tardaron en irrumpir en la pradera. Eran una veintena, protegidos del frío por pesados mantos de lujosa confección, las claras cabelleras recogidas, para que el viento no las echara en sus rostros pálidos de belleza etérea. Sofrenaron sus cabalgaduras, llevándolas al paso hasta que los fugitivos llegaron a mitad de camino del bosque. Entonces, todos a una, empuñaron largas lanzas de plata y espolearon sus caballos.

Los fugitivos los oyeron e intentaron apresurarse, soltando gritos de alarma. Algunos tropezaron y cayeron, desapareciendo en el ondulante mar de hierba. Nadie se detuvo a ayudarlos. Ya no había tiempo. Los demás siguieron corriendo hacia el bosque sin mirar atrás, el terror atenaceándolos, los corazones a punto de estallar en los pechos, donde el aire helado de la noche parecía quemar sus pulmones.

Los jinetes se lanzaron sobre ellos como una exhalación. Algunos se entretuvieron ultimando a quienes cayeran, que intentaban ocultarse entre la hierba o incorporarse para seguir corriendo. La mayoría de ellos continuó la persecución. Sus lanzas alcanzaban a los fugitivos, derribándolos aún con vida. Entonces, los jinetes saltaban de sus monturas sin molestarse por sofrenar a sus caballos y se abatían sobre los caídos. Los gritos de agonía se mezclaron con los chasquidos de filosos colmillos hundiéndose en la carne que aún palpitaba.

De pronto, una docena de sombras enormes surgieron bajo los árboles. La luna asomó entre las nubes por un momento, iluminando los grandes lobos, del tamaño de toros, que corrían a largos saltos hacia la carnicería en medio de la pradera.

Algunos fugitivos vacilaron al verlos, y su vacilación los hizo presas fáciles de los perseguidores. Los lobos los ignoraron para saltar sobre los caballos, derribándolos antes de entenderse con los jinetes.

En medio de aquella matanza, el herrero tironeó de la mano de su esposa para instarla a hacer un último esfuerzo. La leyenda era cierta: el bosque embrujado protegía la entrada al Valle de los Lobos, enemigos jurados del clan que acababa de masacrar a toda su aldea. Y la leyenda decía que quienes cruzaran el límite hallarían refugio, y la rara oportunidad de una vida pacífica a salvo de los inmortales.

Un paso tras él, su esposa soltó un gemido ahogado y trastabilló. Sabía que no llegaría mucho más lejos. Sus pies descalzos y lastimados resbalaban en su propia sangre, sus piernas se negaban a seguir sosteniéndola, el aire parecía no llegar a su pecho. Lo único que la empujaba a continuar era el bebé en su vientre, que nacería en cualquier momento. Entonces sintió que un ardor lacerante le atravesaba el hombro derecho, y vio con incredulidad alucinada la pálida vara que surgió de su propia carne, yendo a clavarse en la tierra frente a ella y deteniéndola con un tirón desgarrador.

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now