Capítulo 16

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—Cambiaré antes que despiertes, para que no tengas que pasar el día con los ojos vendados.

Su susurro en mi oído pareció abrir mis ojos. Estaban descubiertos. El lobo estaba echado junto al fuego, su cabeza descansando en el jergón muy cerca de la mía. La irguió apenas me moví. Encontré sus ojos dorados y sonreí, descansando una mano sobre la sábana junto a mi cara. Me sorprendió que empujara mi mano con su trufa. Y cuando la alcé apenas, creyendo que quería que la apartara, deslizó el hocico bajo mis dedos.

—¿Qué necesitas, mi señor?

Volvió a frotarse contra mi mano y mis dedos resbalaron por su pelambre azabache hasta sus orejas. La forma en que inclinó la cabeza para seguir mi mano me arrancó una exclamación sofocada. Antes que pudiera darme cuenta de lo que hacía, acariciaba su hocico y su frente. Volví a encontrar sus ojos dorados con expresión incrédula, especialmente cuando cabeceó apenas, como si asintiera.

La forma en que apoyó su frente contra la mía, mientras mis dedos corrían por el costado de su cabeza, hizo que mis ojos se llenaran de lágrimas. Se me escapó una risita entrecortada cuando olió mi pecho y frotó su hocico contra mi piel. Entonces volvió la cabeza y atrapó entre sus filosos dientes mi camisa, caída junto al jergón. La depositó con suavidad en mi regazo. Y apenas me la eché encima, volvió a meter el hocico bajo mis dedos.

Seguí acariciándolo. Era sencillamente increíble, que este ser mágico y poderoso me permitiera tocarlo así. La forma en que inclinó la cabeza cuando lo toqué detrás de una oreja me arrancó una risita entrecortada. Se apretó contra mi mano y me atreví a rascarlo. Jadeó de gusto, ladeando la cabeza lo indispensable para lamerme la mejilla.

Ignoro cuánto nos demoramos así. Una breve ráfaga de aire helado se coló dentro de la cueva, provocándome un escalofrío. Se echó hacia atrás de inmediato, miró hacia el otro extremo del jergón y se estiró hacia mis calzas. Tan pronto las tuve puestas, me arrodillé entre sus patas. Sonreí con los ojos llenos de lágrimas, sostuve su cabeza en mis manos y besé su frente.

—Gracias, mi señor —murmuré contra su pelambre lustrosa—. Porque no sólo salvaste mi vida, sino que me diste la razón más hermosa para conservarla: tú.

Se alzó para lamer mi cara hasta hacerme reír. Entonces me empujó, haciéndome caer en el jergón, y se echó a mi lado, pegado a mi cuerpo, su gran cabeza bajo mi brazo. Me apreté contra su costado, abrazándolo con todas mis fuerzas, mientras él frotaba su hocico contra mi pelo.

Me hubiera arrancado el estómago cuando se cansó de que lo ignorara y empezó a gruñir y hacer toda clase de ruidos. El lobo se escurrió entre mis brazos al instante, y no tuve más alternativa que levantarme y atender a asuntos más mundanos.

Mientras daba cuenta de los frutos secos que quedaban, me ocupé limpiando y preparando tortas secas, el lobo echado sobre el jergón recién tendido, observándome con la cabeza apoyada en sus patas. Cuando la masa de las tortas estuvo lista, armé las horquillas con el espetón. El lobo desvió la vista con un siseo cuando me vio ensartar las tortas y ponerlas sobre el fuego. Sonaba como una de sus risitas, y lo enfrenté muy seria.

—Al menos así no quedarán con gusto a ceniza —tercié, ganándome otro siseo.

No sé bien por qué, pero me sentía inesperadamente cómoda con su forma animal. Tal vez porque los lobos como tales siempre habían significado seguridad para quienes habitábamos el Valle. Eran los que mantenían a los inmortales lejos, permitiéndonos vivir sin el peligro constante de ser masacrados.

En su forma humana, paradójicamente, me resultaban más atemorizantes. No eran los guerreros invencibles sino nuestros señores, los que dictaban las leyes que nos regían, e impartían justicia con severidad cuando alguien las rompía. Se veían iguales a nosotros, y sin embargo, no podían ser más diferentes, envueltos en su aura de autoridad y de poderes que escapaban a nuestra comprensión.

El Valle de los LobosKde žijí příběhy. Začni objevovat