Capítulo 19

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Disfruté cada momento que duró el baño. Antes, tuve que vendarme los ojos un rato, porque quería preparar todo él mismo y explicarme qué hacer. Pero tan pronto recuperó su forma lobuna, me dejó seguir sus instrucciones como mejor me pareciera. Se había tendido cerca de la boca de la cueva, para que el agua escurriera hacia la cornisa sin convertir toda la cueva en un lodazal.

Volqué todo el agua tibia del caldero a lo largo de su lomo con lentitud, poniendo más agua a calentar de inmediato, con otro chorrito de la loción que trajera la princesa. Entonces me arrodillé junto al lobo empapado y humeante, vistiendo sólo mi camisa arremangada, y me dediqué a frotarlo con un grueso cepillo desde las orejas hasta las ancas, cambiando cepillo por esponja para lavar su cara. Seguí echándole agua caliente y lavándolo, sus flancos y hasta su panza. La forma en que me permitió frotar su cuello, estirado y expuesto, tan vulnerable, me causó un nudo en la garganta de emoción.

Terminé de lavar su panza y su otro costado con la cara contra su pecho, indiferente a la camisa mojada. Entonces volvió a echarse sobre su vientre y se adormeció mientras lo cepillaba sin prisa. Soltó un largo suspiro cuando me detuve.

—Descansa, mi señor —susurré besando su frente—. Dejaré la cena lista.

Agitó apenas las orejas, pero no abrió los ojos ni se movió. Aproveché que había quedado un caldero lleno calentándose y me aseé junto al fuego. Elegí el otro vestido que me trajera la princesa en su primera visita, de un azul brillante.

Aproveché que la princesa había renovado las provisiones y puse carne ahumada a ablandarse con la verdura que se cocía en el caldero y preparé una salsa. La dejé en las piedras junto al fuego para que tardara más en cocinarse. Luego dispuse la mesa y dejé una muda de ropa nueva y perfumada sobre el otro arcón, lista para él. Alimenté el fuego, me vendé los ojos y me recosté, cubierta con la manta de lana parda.

Fue la primera vez que lo oí desperezarse y bostezar, y el sonido me hizo sonreír. No me moví ni hablé, dándole espacio para que hiciera lo que quisiera. Que fue vestirse y agacharse a mis espaldas, inclinándose para olerme antes de besar mi cuello como un soplo.

—Con un poco de práctica, llegarás al castillo lista para convertirte en jefa de baños —dijo, acariciando mi pelo.

—¿Y eso qué es, mi señor? —pregunté sentándome.

—Las mujeres encargadas de bañar lobos.

—¿Tienen mujeres para eso? Jamás hubiera imaginado que rascarles el lomo fuera una profesión —comenté sin poder contener la risa.

—Ya lo creo —respondió, riendo conmigo—. Es una de las posiciones de más prestigio que ocupan las humanas en el castillo.

—¿De modo que tienes mujeres que te hacen a diario lo que yo acabo de hacer? —inquirí.

—Desde que comprendí lo que significas para mí, no he permitido que nadie me toque —susurró con sus labios rozando los míos—. ¿O por qué crees que mi hermana me trajo tónico y cepillos? Ya apestaba.

—Hasta tu piel huele mejor —murmuré, oliendo su cuello—. No creí que fuera posible.

—Porque estoy limpio, mi pequeña —replicó divertido—. Ven, comamos.

Mientras cenábamos, intenté preguntarle por la cacería que mencionara la princesa, pero después de su segunda respuesta evasiva, opté por otro enfoque.

—¿Tea no precisará ayuda con los refugiados? Siempre la ayudé a atenderlos.

—Tu amiga sabe arreglarse sola —replicó casi en un gruñido.

Me limité a asentir, comprendiendo que debía cambiar de tema. Decidí preguntarle por el personal de servicio del castillo, al que pronto me sumaría.

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now