Capítulo 9

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Mi corazón se detuvo de terror cuando abrí los ojos y los encontré descubiertos. Me los tapé instintivamente y exploré los olores de lo que me rodeaba. No había rastros del lobo.

—¿Mi señor? —tenté.

No recibí ninguna respuesta y al fin me animé a lanzar una mirada alrededor. Estaba sola en la cueva.

Descubrí el vestido de Lirio caído junto a la leña. Me lo puse y un escalofrío corrió por mi espalda al atar las cintas del escote.

Me negué rotundamente a perder el día como el anterior. Quedaba poca agua en las cubetas, de modo que decidí aventurarme al exterior.

La cueva se abría hacia el este, a una estrecha cornisa sobre un acantilado de al menos diez metros. Me asomé un poco para ver el bosque y lo que hubiera allá abajo, pero no reconocí el lugar. Me hallaba en una pared de roca en una ladera abrupta. Al parecer, me hallaba más al sur de lo que hubiera ido jamás, donde las colinas se convertían en las montañas que rodeaban el final del Valle. Un territorio que se consideraba tradicionalmente prohibido para los humanos. El bosque ocultaba cuanto hubiera más allá.

Seguí la cornisa hacia la derecha, hacia el sur. Terminaba abruptamente en un alto peñasco, pero ya me hallaba a menos de un metro de desnivel. No tendría dificultad en saltar al suelo desde allí, y luego volver a trepar.

Hallé un arroyuelo poco profundo donde pude llenar las dos cubetas que traía, y pasé un par de horas recogiendo agujas de pino húmedas para reemplazar el heno del jergón. Saqué la manta a la entrada a la cueva para que se oreara. La piel de oso no sería tan sencilla.

Después de barrer, armé el nuevo jergón con la manta que ahora olía a sol y arrojé al fuego la hierba que usara para la escoba. Hora de entenderme con la piel de oso. La tendí en la cornisa y me entretuve apaleándola con todas mis fuerzas.

Después de tantas semanas postrada, era la primera vez que me sentía con energía, y el trabajo físico me mantenía ocupada y distraída, evitándome la ansiedad de preguntarme por mi situación, por el lobo, por...

—El oso ya está muerto, por si no te diste cuenta.

El sobresalto me hizo caer sentada sobre la piel, y me las ingenié para arrodillarme sin desbarrancarme por la cornisa.

—Mi señora —murmuré, agachando la cabeza.

La princesa rubia se hallaba a sólo tres pasos, observándome con una sonrisita divertida y una mano en la cadera. Vestía como un joven cazador bajo el manto de pieles, y llevaba la larga melena recogida en una cola sobre la coronilla.

—Levántate, pequeña —dijo, pasando a mi lado hacia el interior de la cueva—. Huele bien aquí —comentó, husmeando el aire—. Hacía años que no veía este lugar tan limpio. Y las agujas de pino son mejor que el heno para dormir, si me lo preguntas. Buen trabajo.

—Gracias, mi señora —murmuré.

—Vamos, alza la cabeza. Pareces un carnero esperando ser degollado —gruñó, acercándose a mí.

Obedecí y la vi asentir con una sonrisa fugaz. Se volvió hacia el final de la cornisa y se llevó dos dedos a los labios, emitiendo un silbido largo y agudo.

—Te traje algunas cosas, porque pasarás un tiempo aquí —dijo.

Tres jóvenes altos y fornidos aparecieron por la cornisa, cargando dos arcones sin esfuerzo. Vestidos como la princesa, se veían como trillizos idénticos, y muy parecidos a los príncipes que se presentaran en el pueblo para la Luna del Lobo. Sólo me acordé de inclinarme ante ellos cuando me saludaron con cabeceos sonrientes.

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now