Capítulo 14

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Abrí los ojos a la cueva vacía y me sorprendió ver leña nueva en el fuego. ¿Tal vez el lobo acababa de irse, y era eso lo que me había despertado? Afuera seguía nevando, pero el viento había menguado.

Me sentía descansada, llena de energía. Aparté las mantas y me apresuré a vestir el atuendo de cazador. Comí frutos secos mientras ordenaba la cueva. Me tomé un momento para inclinarme a oler la sábana del jergón antes de cubrirla con la manta y la piel de oso, disfrutando cada vestigio del lobo atrapado en la tela. Cuando no me quedó nada más por hacer, puse lo que quedaba de agua a calentar en el caldero y puse verduras a cocinar. Luego me envolví en mi manto y salí con las cubetas a recoger nieve.

Se había acumulado contra las pieles de oso, y tuve que hundir los pies por encima de los tobillos. Llené las cubetas sin necesidad de ir más allá, y después de echar las verduras al caldero, volví a asomarme para limpiar la entrada de la cueva. Vi las huellas del lobo que se alejaban de la cueva hacia el sur y sonreí, permitiendo que un suspiro agitara mi pecho.

Empujaba la nieve por encima de la cornisa, con ayuda de la rama que usaba de escoba, cuando oí el sonido inconfundible de un animal grande sacudiendo el lomo.

Asomé la cabeza sorprendida y encontré al lobo, el hueco en la nieve indicando que había estado sentado allí un buen rato.

—¡Mi señor! —exclamé.

Me apresuraba a arrodillarme cuando adelantó la cabeza, apoyando el morro contra mi pecho para detenerme. Me enderecé con lentitud y me quedé donde estaba. Era tan corpulento, que su cabeza erguida quedaba a la misma altura que la mía. Me miró un momento con sus ojos dorados y entreabrió la boca. Su aliento se condensó en una nubecilla fugaz de vapor. Retrocedí involuntariamente cuando acercó el hocico a mi cuello. Se inmovilizó y volvió a observarme.

—Lo siento —murmuré, adelantando el paso que retrocediera.

Me olió el pecho y los brazos brevemente antes de alzar su trufa hacia mi cuello de nuevo. Esta vez logré controlarme. Olfateó mi piel bajo mi oreja y se me escapó una risita tonta, porque me hacía cosquillas. Resopló y frotó su hocico contra mi cuello, moviendo la cola. Luego echó la cabeza hacia atrás, lo indispensable para mirarme, y lamió con suavidad mi mejilla.

Mi cara pareció prenderse fuego. El lobo volvió a resoplar, como si soltara uno de esos siseos divertidos que le oía cuando estaba en su forma humana. Entonces bajó la vista y su trufa empujó el puño de mi camisa hasta tocar la cinta negra en torno a mi muñeca.

—Sí, mi señor —murmuré.

Me demoré cubriéndome los ojos antes de seguirlo a tientas al interior de la cueva. Para caer en sus brazos apenas pasé bajo el tapiz de pieles. Me besó con intensidad, instándome a abrazarlo.

—No me temas —susurró en mi oído—. No importa la forma, soy siempre el mismo. Jamás te haría daño.

Entonces me alzó en sus brazos y me llevó hasta el jergón, donde me hizo sentar.

—Aguarda allí —dijo, alejándose hacia su arcón. Lo oí vestirse y regresar hacia mí—. Necesitamos hablar —agregó desde el fuego, donde lo oí revolver el contenido del caldero—. Todo esto es tan raro para mí como lo es para ti, de modo que intentaré explicártelo tan bien como pueda.

—No precisas explicarme nada, mi señor.

—Lo sé. Platicaremos mientras se prepara tu cena.

Se sentó a mi lado y me ayudó a girarme para quedar frente a frente con él.

—¿Sabes por qué permitimos que las muchachas de la aldea se casen con humanos a partir de los quince años, pero no pueden ser elegidas para venir con nosotros hasta los diecisiete?

El Valle de los LobosWhere stories live. Discover now