De cuervos, carroña, y perdón

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«Esto servirá, supongo», pensó mientras mojaba el paño y limpiaba las heridas del chico con el aromático alcohol.

—Mierda —exclamó Alexander, sin fuerzas, sobresaltando a la chica.

El muchacho sintió a Bianca junto a su cuerpo, pero tenía demasiada sed y estaba demasiado agotado como para rechazarla una vez más. Mantuvo sus ojos cerrados mientras la chica reanudaba su tarea, soñando brevemente que se encontraban en otro lugar, en otro universo, donde eran dos personas sin importancia que vivían felices y sin preocupaciones rodeados de gatos y vacas.

Pero la realidad era más cruda y amaba demasiado a Bianca para no sentirse destrozado. Tenía tantas preguntas y sentía tanta rabia, que podría haber jurado que su cuerpo explotaría en cualquier instante. Aun así, no dijo nada y dejó que Bianca cuidara de él en la oscuridad de aquella cueva, donde los cuervos rondaban como presagió de un mañana sombrío.

Las horas pasaban con lentitud, y tanto Bianca como Alexander recuperaban fuerzas a un ritmo alarmantemente pausado. Y el reloj corría en contra de ambos con la promesa hecha a un hada madrina, arrastrándolos con cada tic tac más cerca de un destino que ninguno quería cumplir.

Bianca no había intentado volver a acercarse al chico tras haber limpiado sus heridas, pues por mucho que lo deseara, no quería importunar otra vez después de todo lo que había hecho por ella.

Comieron y bebieron las provisiones hasta sentirse menos temblorosos y cansados. Pero debían reanudar la marcha pronto, y el nuevo amanecer estaba cercano, con las primeras luces plateadas asomándose con dedos trémulos entre los secos árboles, creando figuras fantasmagóricas allá donde mirasen.

Wolf había encontrado un gélido lago a una hora de camino y ambos necesitaban asearse con urgencia, por lo que en un acuerdo silencioso esperaron el alba para moverse lejos de aquel deprimente lugar.

Subieron a los caballos con muecas de dolor, pero a sabiendas de la imposibilidad de continuar a pie en aquellas condiciones. Viajaron con buen ritmo, pero sin acelerar, pues ninguno se sentía capaz de mantener el trote con semejantes magulladuras entre las piernas. Ambos sentían frío y cansancio; a pesar de haber cargado algunas pieles con ellos, la reminiscencia de la fiebre dejó sus cuerpos como dos hojas secas en el viento invernal.

No cruzaron palabra, y Wolf evitó iniciar una conversación, pues no había nada que rompiera el hielo que se había formado entre los dos. Pasaron los minutos y el camino se tornó aún más hosco y peligroso. Las montañas de Vadhún no eran lugar para un príncipe y su caballera, ni para cualquier ser humano que valorara su vida. Y no es que el lugar estuviera lleno de monstruos y animales salvajes. Era justamente lo contrario: La leyenda contaba que aquellas montañas fueron malditas antes de que existieran los humanos, en la época que reinaban las Frales sobre la tierra y la magia era primitiva y bestial. Nadie sabía cómo y nadie sabía por qué, pero en aquellos parajes no crecía nada. La tierra estaba tan muerta como los esqueletos de aquellos árboles fosilizados durante siglos y los cuervos eran la única compañía perpetua, recordatorio de que quién osara internarse en aquel terrible lugar tenía pocas chances de salir vivo. Era el lugar más seguro para evitar ser perseguidos, y el lugar más seguro para morir a merced del frío y la soledad.

Tras la interminable cabalgata por las tierras yermas, encontraron un lago escondido entre las rocas. Bianca bajó torpemente de Rómulo y reptó hasta el borde de las piedras, usando sus manos para juntar agua. Pero esta era salada como la carne seca y escupió todo su contenido sobre sus ropas, sintiendo arcadas.

Alexander avanzó lentamente, hasta encontrarse a su lado.

—Aquí no crece nada. Debiste fijarte en eso —dijo, rompiendo el silencio por primera vez en horas.

De Príncipes y Caballeras - Los Seis Reinos #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora