De deberes y destinos

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—Descansemos —ordenó Alexander.

Su garganta estaba reseca y sentía que los pies le pesaban más de lo debido.

—Tenemos que seguir. No es momento para tus alardes de realeza —respondió la caballera, por enésima vez esa tarde.

—Bianca, no sé con qué diablos te alimentaron tus padres de pequeña, pero yo necesito descansar ahora. —Alexander se plantó en el lugar decidido a no moverse de ahí hasta que la muchacha cediera.

Por un lado, Bia sabía que debían continuar, pero también se sentía fatigada y aquella armadura le estaba pesando más de lo debido. Continuó caminando unos cuantos pasos, pero el rugido de su estómago la traicionó antes de lo esperado.

—Y tengo hambre —dijo Alexander.

—Está bien. Acamparemos aquí esta noche, pero partiremos al alba ¿Me expliqué claramente? —Bianca caminó a zancadas hasta un tronco cortado, perfecto para sentarse.

Alexander por otro lado se dejó caer contra el tronco de un grueso sauce, y por un momento solo se dedicó a contemplar su alrededor. Una pequeña laguna se abría a su izquierda, brillando en tonos naranjas y rojos propios del atardecer. Los sauces se extendían por doquier otorgando una suave sombra y un espeso verdor al extenso e interminable bosque por el que llevaban horas caminando. Entre las ramas se colaban rayos de luz dorados y podía escuchar a las cigarras cantando a todo su alrededor. Alex no podía dejar de admirar, aunque muy para sí mismo, que aquel lugar era hermoso.

Dejó vagar su mirada, hasta toparse a Bianca absorta en la tarea de sacarse sus botas. No podía saber su edad exacta, pero suponía que la chica no era mayor que él, quizás unos veinte años como máximo. Su semblante no era el de una belleza clásica, tenía un rostro más bien suave y no afilado, como les encantaba ostentar a las princesas de todos los reinos que pudiera recordar. En cambio, ella llevaba su pelo castaño recogido en una coleta y a diferencia de los fríos ojos azules o verdes de la mayoría de las muchachas del reino, los suyos eran de un color café, similar al de la tierra mojada. Todo en ella respiraba bosques y lugares salvajes.

Alexander reparó en una larga cicatriz que recorría su mejilla derecha en una línea imperfectamente rosada, mientras Bianca conseguía sacarse sus botas con éxito. Prosiguió a sacarse la pechera, pues con ella se sentía como un pedazo de carne asándose a las brasas, sin reparar en la escandalizada mirada de reproche que Alex le lanzaba.

—¿Acaso no tienes decencia? —dijo el príncipe, con la voz ronca.

—¿Acaso no tienes calor? —respondió Bianca, despreocupada.

—¿Sabes una cosa? Eres la mujer más rara que he conocido en mi vida.

Alexander decidió que quizás era una buena idea sacarse las botas.

—Usas la palabra «conocer» con demasiada libertad —gesticuló las comillas en el aire—, pero lo tomaré como un cumplido —finalizó Bia, lanzando la pechera al suelo y quedando expuesta al delicioso aire que traía el atardecer.

—Montas a caballo, peleas con espadas, insultas como un borracho, rescatas princesas...si eso no es raro no se que lo es —Alex la miró a los ojos, dejando en claro que aquel comentario no era precisamente un cumplido.

Bianca decidió ignorarlo, pues no tenía energías para continuar discutiendo con él.

—Eso debe doler —Alex señaló las vendas que le cubrían el torso a Bianca, ocultando su figura femenina y dejando ver una piel herida por su uso constante.

—Imagina que una mula te muerde la entrepierna. —El príncipe hizo una mueca de dolor involuntaria con su cara, recordando un accidente similar.

De Príncipes y Caballeras - Los Seis Reinos #1Where stories live. Discover now