23.1 | Atardecer en el tejado (pt 1)

82 10 28
                                    

23.1 | Atardecer en el tejado (pt 1)


Daniel

Resulta que elegir la canción perfecta es mucho más complicado de lo que parece.

Hannah y yo quedamos unas cuantas veces más a lo largo de la semana siguiente. Durante esas tardes, le enseño todo lo que he compuesto a lo largo del tiempo: las canciones completas, las inacabadas y de las que apenas tengo unas líneas o melodías. Las toco una y otra vez hasta que las descartamos o las ponemos en el «montón bueno». Algunas son simplemente absurdas, del tipo de canción que no se toma en serio a sí misma, y aunque pasan al grupo de descartados de inmediato, es con las que más nos reímos.

Los primeros días me moría de los nervios antes de cada canción, ahora, en cambio, estoy mucho más relajado. Mucho más a gusto.

Pasar las tardes con Hannah, además, es lo mejor del día, y cada rato que nos desviamos de la música y hablamos sobre cualquier cosa se parece tanto a un sueño que no me lo puedo creer.

Para el jueves siguiente, aprovecho un rato antes de que ella venga a casa para trabajar en una canción que lleva mucho tiempo guardada en un cajón. Esta no se la he enseñado a Hannah ni voy a hacerlo. Y es que esta es distinta, pues cada palabra y acorde tienen demasiado de mi corazón, demasiados sentimientos que ni siquiera yo me atrevo a admitir en voz alta.

Sentado delante del teclado, apunto en una hoja de papel palabras y notas que suenan bien y pruebo a repetirla desde el principio para asegurarme de que el ritmo fluya. En cuanto escucho el timbre, sin embargo, meto el folio con poco cuidado en el cajón del escritorio, porque si Hannah se lo encuentra por ahí me moriré de vergüenza.

Abajo, la oigo hablar un poco con mi madre y subir por las escaleras. Puede que ya no me ponga nervioso tocar frente a ella, pero sí lo hace tenerla cerca.

Llama a la puerta antes de entrar y, al verla, el corazón se me acelera: está guapísima. Viene con un top negro de mangas largas pero que le deja una franja del abdomen al aire, unos vaqueros grises remangados y sus botines negros. Se ha pintado los labios en un tono burdeos que resalta contra la palidez de su piel y que me obliga a tragar saliva.

Si pensaba hacer que me diera un infarto, al menos podría haber avisado con antelación.

¿Cómo no me va a poner nervioso tenerla cerca?

—Hola —la saludo, en un esfuerzo por recomponerme.

—Hola —me responde, y se sienta frente a mí en la cama. Empieza a rebuscar algo en la mochilita negra que lleva a la espalda y al momento saca una cámara—. He pensado que quizás hoy podríamos intentar grabar algo.

Tuerzo el gesto.

—¿Hoy? Es que pensaba ir a cortarme el pelo este fin de semana —digo, y creo que es la excusa más estúpida que se me podría haber ocurrido; llevo tanto tiempo posponiéndolo que ya no me lo trago ni yo. Aun así, es verdad que no me gustaría presentar un vídeo tan importante con unos pelos que ya han empezado a rizarse, como siempre que están demasiado largos.

—¿Quieres que te lo corte yo? Nora lo estuvo llevando corto un tiempo, y siempre era yo quien se lo arreglaba.

—¿Estás segura? —pregunto, poco convencido—. A ver si me vas a dejar un trasquilón, que tampoco quiero tener que raparme.

Ella suelta una carcajada.

—No te lo voy a cortar mucho, solo lo bastante como para que no parezcas una fregona. Venga, confía en mí.

Entre líneas | ✔Where stories live. Discover now