Capítulo 22

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La mañana siguiente era un desfile de peregrinos que marchaban por la avenida principal hacia el templo. Por órdenes de Lucario toda la guardia, incluidos nosotros, aunque más alejados, debíamos estar presentes durante la ceremonia. No permita la Gran Diosa que nos pierda de vista o enloquecería.

Personas de distintas clases llevaban consigo las cartas que iban a arrojar en la hoguera afuera de las puertas del templo. El anillo de agua que rodeó la estatua de la Gran Diosa el día anterior hoy era un aro de fuego incandescente. De acuerdo a lo que me explicó Regis, las personas escribían sus peticiones y las arrojaban al juego sagrado como una forma de hacerle llegar a la Gran Diosa sus deseos. Sin embargo, Regis añadió que muchos también utilizaban esta fecha como una forma de absolverse de sus pecados. Pero los había de dos tipos. Por un lado, estaban aquellos que escribían sus cartas buscando redención y, arrastrándose de rodillas ascendiendo las escalinatas, arrojaban sus cartas al fuego. Por otro, estaban quienes se ahorraban la fila y pasaban sus cartas por una puerta lateral del templo en donde además hacían donativos generosos, sin toda la ceremonia ni exposición pública.

-¿Cómo sabes todo eso? - Le pregunté.

Su mirada estaba clavada en un punto a lo lejos que por mi estatura y toda la gente que nos rodeaba, no logré ver. Me miró de soslayo y una sonrisa torcida adornó su rostro.

-Porque existe un tercer tipo – Dijo – Los que se ahorran todo lo anterior al mandar a un sirviente a que lo haga por ellos.

No quise indagar más al respecto.

Unas enormes nubes de aspecto amenazador surcaron el cielo, oscureciendo por momentos la ciudad. Seguían y seguían llegando personas de diversas edades a arrojar sus cartas a la Gran Diosa. Los caballeros del templo rodeaban al arzobispo y sus sacerdotes, quienes permanecían detrás de la estatua, observando a todas las personas llegar e irse; todos ellos, por supuesto, vistiendo sus mejores galas. Lucario, así como el resto de su escuadrón, no se quedaron atrás y vistieron su uniforme de gala. Cuando Urian fue a buscarme esta mañana a mi habitación vistiendo botas negras impecablemente lustradas, pantalón y chaqueta blancos, además de las charreteras doradas en sus hombros y todas aquellas brillantes condecoraciones, sentí que mi boca se secó y mi corazón dio un vuelco.

Nunca lo diría en voz alta, pero lucía increíblemente guapo. Cuando me quedé mirándolo embelesada, se ruborizó, ligeramente avergonzado, añadiendo más encanto a su aspecto. Su cabello estaba peinado hacia atrás, manteniendo despejado su rostro, que ya de por sí estaba parcialmente oculto por aquellas gafas que le sentaban muy bien. Ahí recordé algo importante: Urian no era alguien que simplemente atendía a los heridos brindando primeros auxilios, sino un subteniente como médico de combate de un cuerpo militar. Había estudiado y se había esforzado mucho para llegar hasta donde se encontraba hoy.

Por la Gran Diosa, debía parar.

Regis, al igual que sus compañeros, portaba un sable que complementaba su vestimenta especial. Llevaba su usual coleta alta, pero esta vez contrastaba con la tela blanca del uniforme, dándole un aspecto elegante y regio más que salvaje.

Por mi parte, vestía otro de los conjuntos que me habían proporcionado; nada tan suntuoso como lo que ellos vestían; sin embargo, había un detalle adicional que ni yo ni nadie había esperado: el regalo de Urian.

Cuando fue a verme esta mañana, llevaba una caja con un listón alrededor. Dentro, había una capa de color azul con bordados dorados.

Él recordó.

Urian recordó de entre tantas charlas, cuando le conté sobre mi color favorito.

Mis ojos se llenaron de lágrimas, era, por lejos, el regalo más espléndido que alguien me hubiese dado. Y lo más hermoso de todo fueron las palabras que acompañaron el regalo:

Almas de Sombra e IlusiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora