Capítulo 7

2 0 0
                                    


Estaba recluida en mi camarote hasta que llegásemos a Helpe. Como castigo por intentar escapar me privaron de todo alimento, solo me dejaron una jarra con agua y, en su gloriosa generosidad, el capitán, Lucario Stavros, me encadenó a una de las barras metálicas de la pared bajo la ventana. Según él, se tomó el detalle de escoger una cadena lo suficientemente larga para permitirme dormir cómodamente sin correr el riesgo de intentar fugarme otra vez.

Cuánta consideración de su parte.

El metal helado del grillete ya estaba dejando marcas en mi piel. Intenté quitármelo un montón de veces, pero fue inútil. En aquel espacio reducido no había nada que pudiese servirme de arma, se aseguraron de despojar hasta el más mínimo artilugio que pudiese utilizar a mi favor. Por la ventana vi el envidiable vuelo de una gaviota. Estar inconsciente casi parecía una bendición comparada al duro golpe de la realidad que me tocó afrontar.

Era una locura intentar utilizarme para destruir a los Marionettes. Su misión estaba acabada y aún no se habían dado cuenta. Lo peor de todo es que estaba segura que mis palabras seguirían cayendo en oídos sordos. Creían lo que querían creer. Sin embargo, cuando no consiguieran su objetivo y la verdad los golpeara de lleno en la cara, la única a la que apuntarían como responsable sería a mí. Ya sea que siguieran la corriente a su ridículo plan o me fugara antes de eso, el resultado sería lo mismo: desastre. Mi presencia no haría ninguna diferencia por mucho que se estuviesen aferrando a alguna loca idea.

Sí, yo misma me cuestioné en la soledad de mi casa si fue real aquella luz que impactó en el Marionette. Intenté convocarla nuevamente, pero nada sucedió. Ni un destello. Ni la más mínima partícula de luz. Nada. Observé mis palmas, las líneas en mi piel, un par de raspones... Nada de luz.

Cerré mis ojos, echando mi cabeza hacia atrás. Me sentía extenuada pese a haber estado sedada durante varias horas. El peso de los últimos días se agolpó encima de mis hombros y sobre mis párpados. Deseaba tanto estar en mi casa con el rugido del viento encontrándose con el mar, el aroma del césped al ser tocado por el sol de la mañana. Si estiraba mi mano casi podía sentir su calor besando mi piel.

Tres golpecitos en mi puerta me sacaron abruptamente de mi ensoñación.

Esperé, sin mover un músculo.

La puerta se abrió ligeramente. Primero fue la punta de una lanza, luego una mata de cabello oscuro y rizado. El guardia que habían apostado afuera de mi camarote. Sus ojos se clavaron con disgusto en mí. No le di ninguna reacción. Entonces me fijé en la silueta de otra persona que venía detrás de él y mi sangre comenzó a correr más deprisa por alguna extraña razón.

Era un hombre joven alto, bordeando el metro ochenta. Su cabello desgreñado era de un rubio arenoso al igual que las pestañas que enmarcaban unos ojos marrones cálidos detrás de unas gafas metálicas. Poseía una mandíbula cincelada, una complexión delgada, fuerte; no demasiado musculosa, pero sí en forma. El uniforme de la guardia imperial se ajustaba perfectamente a su estructura.

-¿Estás seguro de esto, Marwen? - Preguntó el guardia dirigiéndose a su compañero.

Él asintió con la cabeza una sola vez. No parecía del tipo hablador y fanfarrón como el capitán Stavros. Me agradó tan solo una pizca por eso, pero no bajé mi guardia. Todos ellos eran mis enemigos y no porque yo decidiera que lo fuesen sino todo lo contrario. Siempre era así como decidían verme por lo que tomaría el mismo resguardo. Había tenido suficiente experiencia en mi infancia siendo ingenua. La confianza fue un hilo frágil que se cortó cientos de veces. Una y otra vez tomé los extremos, anudándolos nuevamente para luego volver a cortarse. Fue una dura lección, dentro de tantas, que aprendí literalmente por la fuerza.

Almas de Sombra e IlusiónDove le storie prendono vita. Scoprilo ora