XX

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El viento se levantó con fuerza.

Aún no había cerrado los postigos, por lo que podía ver, a través del ventanal, los relámpagos que alumbraban la calle de arena. Era normal que en la costa, durante las tormentas, se cortara la luz. Por eso no se apresuró. Si Lucrecia regresaba y encontraba las velas ardiendo sobre la mesa, tendría la excusa perfecta.

De las tres que había encendido, solo una se había consumido por completo. La del medio estaba llegando a su fin, mientras que la que se ubicaba a la izquierda mostraba cierta resistencia.

Sofía cerró los ojos y continuó recitando la oración de protección. Las palabras manaban de sus labios en forma de susurro, pero con la firmeza suficiente de quien pretende ganar una batalla. Sin embargo, un pensamiento recurrente la invadía, como un zumbido, quitándole por momentos la concentración.

Lucrecia.

¿Por qué se demoraba tanto?

¿Habría tenido algún problema?

¿Y si en el camino...?

El estruendo la sobresaltó.

Un rayo había caído cerca y el golpe indirecto destruyó el televisor. Intuyó que no se trataba de una tormenta cualquiera, sino de una clara y evidente advertencia.

Se armó de valor y continuó con el ritual. La segunda vela se había apagado, por lo que concentró la mirada en la reacción de la restante. Hasta el momento, su llama fina y azulada respondía tranquila, pero antes de que Sofía pudiera continuar con la oración de la novena tuvo una sensación extraña, como si alguien, a lo lejos, la observara. En ese instante, la llama crepitó agitada y se extendió a lo alto, moviéndose en dirección a la ventana. Sofía siguió con la mirada el camino que le mostraba y, tratando de controlar las pulsaciones, descorrió la cortina.

Se paralizó al verlo.

En la vereda de enfrente, oscuro, pétreo, como una sombra que venía por algo más preciado que su alma; no se trataba de ningún ser sobrenatural sino de uno más temible, más humano. Uno que portaba con orgullo una máscara del lobo para que nadie lo reconociera. No obstante, Sofía sabía perfectamente quién era y, por eso, el miedo y el dolor eran más grandes.

No supo qué hacer.

La luz comenzó a fluctuar y Sofía maldijo por lo bajo, deseando con todas sus fuerzas que no se cortara el suministro, aunque aquello estaba, por completo, fuera de su control.

Corrió como pudo hacia la cocina y abrió los cajones. Los nervios le jugaban en contra; así y todo, se armó del cuchillo más grande que encontró... por si acaso.

Desde la ventana de la cocina aún podía ver la figura estoica de Lisandro, observando hacia la casa. Entonces, sin quererlo, Sofía se preguntó si la bruja estaría manipulándolo o si habría llegado hasta allí por su propia voluntad.

La llave en la cerradura la alertó.

Caminó hasta el comedor con el cuchillo por delante hasta que vio a Lucrecia abrir la puerta. Se miraron en silencio, el mismo que Sofía rompió:

—Está acá —quiso advertirla—. Hay que llamar a la policía.

Otro relámpago iluminó el cielo y Sofía vio a Lisandro avanzar hacia la casa.

—Por favor, Lucrecia, entrá y cerrá la puerta...

Su amiga no se inmutó.

Entonces, cuando Lisandro estuvo lo suficientemente cerca como para arrasar con ella, Lucrecia levantó la mano y él se detuvo en el umbral, obediente.

La luz fluctuó por última vez y se extinguió por completo. Lo único que iluminaba ahora la escena era la vela que se resistía a apagarse.

Sofía dio un paso atrás, pero no para escapar de Lisandro sino de Lucrecia. Se acercaba a ella con el brazo extendido, sin miedo a la amenaza del cuchillo que cortaba el aire.

Tratando de contener las lágrimas, Sofía comprendió, entre relámpago y relámpago, que la bruja ya no controlaba a Lisandro sino a su amiga. La opacidad de sus ojos la delataban y ni los cortes superficiales eran capaces de detener su avance.

—Lucrecia... —trató de hablar, con la voz entrecortada—. Soy yo, Sofía. —Lucrecia se detuvo al escucharla, con cierta incredulidad—. Tenés que expulsarla. Te está...

De repente, la puerta del patio se abrió, y unas enormes y enguantadas manos sujetaron a Sofía por detrás, tirando el cuchillo a los pies de su amiga, quien lo agarró sin ningún tipo de dificultad.

—¿Pensás ayudar o te vas a quedar ahí parado? —soltó el desconocido y Sofía tembló ante la dureza de su voz.

En respuesta, Lisandro avanzó hacia ella, quitándose la máscara. Las lágrimas de Sofía cayeron sin permiso al darse cuenta de que sus ojos aún eran avellana. Actuaba por su propia voluntad, era cierto, pero no lo hacía convencido. Notaba en él una fuerte ambivalencia; su mirada le hablaba de culpa y de arrepentimiento.

Por su parte, Lucrecia se dirigió hacia la puerta y la cerró con llave. Luego se acercó a la mesa que oficiaba de altar y observó la llama de la vela, que chispeaba con alarmante intensidad. Apoyó el cuchillo allí mismo.

—Lucrecia, escuchame —volvió a insistir Sofía y su amiga solo se limitó a observarla—. Te está manipulando. Tenés que... 

Las palabras se atoraron en su garganta cuando Lucrecia se quitó la ridícula y asfixiante panza de silicona.

—¿Tengo que...?

No podía creer lo que pasaba.

No podía creer que había estado allí, desde el principio.

Se sentía una completa estúpida.

Había confiado en ella...

Lucrecia era su única y leal amiga.

—No te equivoques conmigo —le habló Lucrecia, como si leyera sus pensamientos—. Si te acompañé en el embarazo, fue para cuidar de mi hijo.

—¡ES MI HIJO! ¡NO TUYO!

Lucrecia avanzó furiosa, haciendo a Lisandro a un lado. Entonces le habló a Sofía muy cerca, mientras Patricio la sostenía con fuerza.

—Ibas a matarlo.

—Pero no lo hice... —soltó Sofía, en un susurro, recordando aquella nefasta noche.

Lucrecia esbozó una mueca de sonrisa.

—Porque yo no lo permití —dijo y se dirigió otra vez a la mesa—. Lisandro.

Lisandro se acercó a Sofía con un pañuelo húmedo en la mano. No pudo mirarla a los ojos; trataba de controlar las emociones para no quebrarse.

—Perdón —soltó por fin, y le tapó la nariz y la boca con el pañuelo.

De manera contraria, Sofía buscó su mirada. Sus ojos le suplicaban en silencio que no la lastimara ni que le hiciera daño a su hijo, pero mientras se desvanecía ante el efecto de la droga, desvió la vista.

Lo último que vio fue que la bruja apagaba la vela, dejando su ritual inconcluso.

Los lobos finalmente la comerían.

Afuera, los perros aullaban.

LA CHICA DE LAS VELASOnde histórias criam vida. Descubra agora