III

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No quiso mirarse en el espejo.

Aquella del reflejo era una intrusa, alguien que venía a cuestionarle la vida.

Y sin embargo, ¿cuánto más podía dilatar ese momento?

Varios días pasaron y aún sentía miedo por aquella vieja —que resultó no ser tan vieja—, que permanecía internada al cuidado de las enfermeras.

Su papá la conocía; él solía levantarse y deambular por los pasillos del hospital, intercambiando saludos con los pacientes del piso.

Cuando Sofía le preguntó por ella, su papá se encogió de hombros, restándole importancia a la respuesta:

—Pobre vieja, es ciega —dijo y cambió de tema.

Sofía escuchó poco y nada lo que siguió después. En su mente aún la azotaban las cuencas vacías de sus ojos y la amenaza emergida de sus labios.

La maldijo; estaba segura de eso.

De otra forma, su vida no habría cambiado en absoluto.

No obstante, después del incidente, se magnificaron en ella las emociones que, de un tiempo a esta parte, había logrado sosegar.

Pero no era a la maldición a lo que Sofía le temía, sino a algo mucho peor.

Los lobos te comerán le dijo y, acto seguido, colocó la mano congelada por encima de su vientre, viendo sin mirar aquello que Sofía —hasta entonces— ni siquiera imaginaba.

—¿Cuándo fue la última vez que menstruaste? —indagó en aquel momento una de las enfermeras, mientras le tomaba la presión.

Aquella noche, el susto y el mareo no le permitieron pensar. Sofía solía ser bastante irregular en sus períodos, por lo que jamás especuló en la posibilidad de un atraso.

—No estoy embarazada —soltó, ofendida, como si la pregunta la hubiese hecho su mamá.

—¿Y vos cómo sabés?

—¿Y por qué piensa que sí?

—No soy yo quien lo cree... —afirmó la enfermera y su mirada cambió por completo—. Si la vieja Ruiz Díaz lo siente, yo que vos, correría a hacerme el test.

Rosalía Ruiz Díaz.

Así se llamaba la anciana, que además de no ver, se negaba a hablar.

Las veces que Sofía volvió a visitar a su papá, a la salida, se tomó el atrevimiento de pasar por la habitación de Rosalía. La puerta siempre estaba entreabierta y desde allí la observaba, sentada, inmóvil, con la mirada perdida a través de la ventana.

Nunca se atrevió a hablarle ni a cuestionarle el por qué de su exabrupto, pero los días siguieron pasando y el período brillaba por su ausencia, por lo que Sofía pensó —finalmente— en tomar en serio las palabras de la enfermera.

Y allí se encontraba ahora.

De pie, frente al espejo al que aún no osaba mirarse, por temor a que la otra del reflejo la acusara.

Apoyó ambas manos sobre el lavatorio y mantuvo la cabeza gacha, respirando bocanadas profundas para tratar de calmar la ansiedad.

Detrás quedaron las velas encendidas que acompañaron el baño relajante. Los pabilos antes azulados ahora chirreaban y sus llamas se volvieron largas y delgadas, formando figuras que, en otro contexto, Sofía habría gustado de admirar. Pero ahora no tenía ánimos para prestarle atención a nada más que al resultado del test que reposaba —amenazante— frente a ella.

Alzó la mirada para enfrentarse, por fin, a su reflejo.

El pelo mojado.

Las ojeras.

El rostro demacrado...

Por más que hubiese usado kilos de maquillaje, el rastro de las lágrimas surcándole los pómulos sería imposible de disimular.

Pensó en Lisandro, en si escribirle o no. De alguna forma no deseada, estaba ligado a su vida para siempre. 

¿Cómo pudo haber sido tan estúpida? ¿Cómo pudo guardar una esperanza de que algo funcionase, cuando nada estaba destinado a funcionar?

Pensó, mientras las velas ardían sin intención de consumirse.

No tenía una amiga para hablar.

Tampoco una pareja que la abrazase en un momento como ese.

Y sus papás, que harían todas las preguntas, esas que dolían por el solo hecho de no tener respuestas.

Pensó en su maldito trabajo, ese que tanto odiaba pero que le daba de comer.

En cómo el universo se le reía en la cara y en la vida que se le revolucionaría por completo.

Pensó en la vieja Ruiz Díaz.

En la maldición.

En los rituales con velas que ella misma había hecho y de los que ahora se arrepentía...

Pensó, por sobre todas las cosas, en las ganas que tenía de echarse a dormir por días enteros y que, al despertar, el mal trago solo fuese una absurda pesadilla.

Y así, con el reflejo experimentando las mismas emociones que ella, las lágrimas volvieron a caer, esta vez, sobre el test que marcaba positivo.

Al bajar la mirada, Sofía rompió en un llanto desconsolado, pero la otra, la del espejo, se mantuvo erguida, pétrea, ingobernable, con los ojos negros y expectantes, y con una sonrisa asomando a la comisura de sus labios.

Todo era cierto.

Aquella del reflejo era una intrusa, alguien que venía a arrebatarle la vida.

Lo que Sofía aún no comprendía era que la vieja Ruiz Díaz jamás quiso maldecirla, sino hacerle una advertencia.

Los lobos no cazan solos... 

Sino en manada. 

LA CHICA DE LAS VELASWhere stories live. Discover now