IV

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Se acordó de Gabriela.

Se habían hecho buenas amigas gracias a un jefe déspota e inhumano, de esos que si los componen como personajes para una película, los rechazan por inverosímiles.

Jeremías Rodríguez Malba era un cheto cuarentón que vestía siempre de traje y su constante mueca de sonrisa no lograba esconder la asquerosa persona que era.

Dueño de una empresa de servicios de limpieza, odiaba a todos los que contrataba. Se aprovechaba de la necesidad de los humildes para explotarlos en horas laborales; a los que vivían en Zona Sur los apostaba en los servicios de Zona Norte; a ninguno le proveía de los elementos necesarios para el día a día y hasta obligaba a muchos a realizar horas extras, que pagaba —¡y gracias que pagaba!— en mano y en negro. Si alguno osaba faltar durante un paro de transporte, le descontaba el día. Los odiaba absolutamente a todos, pero aún más, a las mujeres.

Gabriela y Sofía habían tenido el mismo puesto laboral, cumpliendo horarios complementarios. Cada mediodía se cruzaban para el informe diario y una continuaba el trabajo de la otra. Sin querer y poco a poco, se fueron aliando ante las injusticias de Jeremías para con los operarios. Ni Gabriela ni ella apoyaban las políticas de aquel ser despreciable, por lo que se las ingeniaban —dentro de lo posible— para que las personas que ese señor contrataba trabajaran en condiciones dignas, que el pago nunca les faltase ni, mucho menos, se atrasase.

Sofía movía los hilos para ubicar a los empleados en trabajos más cercanos a su casa; odiaba pensar que la mitad de sus precarios sueldos se les iba en viáticos de los que la empresa, por supuesto, no se hacía cargo. Y Gabriela, por su parte, les hacía llegar los materiales necesarios, incluyendo uniforme y calzado nuevo, para que no cargasen con el material usado de los empleados descartados, estratégicamente, unos días antes de cumplir los tres meses de contrato. Porque ese era el circuito de la empresa; circuito que aprendieron una vez que estuvieron dentro.

Su oficina se encontraba en planta baja, a metros a la recepción y del depósito. Cada viernes, aprovechando que debía quedarse a esperar el regreso de la camioneta, Sofía se internaba en aquel frío y solitario cementerio de uniformes, para mantener en orden los cadáveres, por talle y por número.

Mientras doblaba las camisas desteñidas y pensaba en cuántos usos más tendrían las que ya habían perdido el logo de la empresa, Sofía meditaba en todo lo que habían pasado con Gabriela para enfrentar a ese déspota, sin que él se diera cuenta.

Le era imposible no recordarla, pero después de los varios mensajes de WhatsApp que fueron olímpicamente ignorados, decidió no contactarla más.

Aún rememoraba cuando, meses atrás, Jeremías la había obligado a trabajar hasta el último minuto de su jornada, subiendo y bajando mercadería por escalera, desde el depósito hasta el primer piso, para luego citarla en su despacho y despedirla.

—Usted es demasiado buena con los operarios —fue la excusa para terminar con su contrato— y ellos no son más que lacras.

En parte era cierto: Gabriela era muy buena. Y el acto que la había llevado a perder su trabajo había sido, ni más ni menos, que prestarle atención a una de las operarias que había denunciado un abuso por parte de un compañero.

Como de costumbre, Jeremías hizo oídos sordos al asunto y el denunciado continuó trabajando junto a la denunciante, como si nada. Entonces Gabriela tomó por sí misma la decisión de citarla y se atrevió a prometerle una pronta solución a su problema.

Aquel acto de empatía fue inaudito para Jeremías y tanto la empleada como Gabriela fueron echadas, mientras que el acusado solo fue citado a la oficina para firmar un papel de descargo que Jeremías terminó por archivar.

LA CHICA DE LAS VELASWhere stories live. Discover now