XIX

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—Sos una irresponsable, Sofía. ¿Cómo te vas a ir? ¿Y si se te adelanta el parto? ¿Quién te va a atender, en medio de la nada?

El regaño de María del Carmen estaba bien justificado.

Sofía había llegado hecha una tromba y, aún temblando, se dirigió a armar la valija. Era una decisión tomada: no pasaría un segundo más en casa de sus padres ni en ningún otro lugar que la expusiera al peligro. Debía irse lo antes posible y cuantas menos explicaciones diera, mejor resultaría para todos.

—Decile algo, Alfredo —continuaba su madre, desesperada—. ¿Vas a dejar que se vaya, así como si nada?

—¿Y qué querés que haga, que la encierre en la habitación y que me trague la llave? —Su papá hizo a un lado a su esposa, para acercarse a su hija. Le puso una mano en el hombro y Sofía sintió que el mundo se le venía abajo—. Prometeme que vas a volver pronto. Mirá que todavía está pendiente el asadito en Chascomús.

Los ojos de Sofía se humedecieron. Su mayor deseo era cumplirle ese deseo a su papá, pero lo cierto era que no sabía si volvería.

—Te lo prometo.

Sofía le dio un beso en la mejilla a cada uno y arrastró la valija hacia la calle. Como si intuyera su destino, María del Carmen la siguió a puro reclamo:

—Mandame un mensaje cuando llegás. Y compartime la ubicación, así sabemos por dónde vas. Vayan despacio por la ruta, nadie las...

—¡¡¡CHAU, MAMÁ!!!

Sofía se sentía pesada, sin fuerzas. La panza se le había vuelto una molestia y caminar ya no era tan sencillo como hacía unos meses atrás.

Al verla salir, Lucrecia se bajó del auto y fue directo a buscar la valija.

—¿Les dijiste a dónde vamos? —preguntó, ubicando la maleta en el baúl.

—No quiero que sepan.

—Tranquila, San Clemente es grande.

Mientras regresaba a casa de sus padres, Sofía había llamado a Lucrecia para despedirse; su amiga la había acompañado durante todo el embarazo y sentía que faltaba a su amistad si se iba sin avisar. En respuesta, Lucrecia se ofreció no solo a llevarla hasta la costa sino a alojarla en la casa de verano familiar.

No hubo forma de negarse; después de todo, Sofía no olvidaba que estaba pronta a dar a luz y que necesitaría que alguien la llevase al hospital en caso de que Tomás se adelantase. Fue por eso que terminó aceptando, con una única condición: tener unos momentos a solas, para ella, en los cuales aprovecharía a realizar la novena.

—Gracias —le dijo Sofía y Lucrecia la invitó a subir al auto.

En ese momento, Alfredo y María del Carmen se asomaron a la puerta.

—¿Vos sos Lucrecia? —preguntó la madre, mirando a la mujer de arriba abajo y prestando atención también a su panza.

—Un gusto, María del Carmen. Sofía me habló mucho de usted. —Lucrecia le estrechó la mano, pero fue Alfredo quien se adelantó a saludarla.

—Traela rápido de vuelta, que quiero conocer a mi nieto.

Lucrecia lo miró con ternura y sonrió.

—No se preocupe, Alfredo. Pronto van a disfrutar de su nietito, como corresponde a sus abuelos. —Luego de conversar un momento y de tranquilizarlos con sus palabras, Lucrecia se despidió de ellos y se dirigió hacia el auto, donde su amiga la esperaba—. Son lindos tus viejos. Ya quisiera que fuesen míos.

Sofía les regaló una última mirada y levantó la mano para devolverles el saludo. En ese momento, se sintió doblemente afortunada: por tener a sus padres vivos y porque siempre se preocupaban por ella. Así y todo, no les dijo cuánto los quería y ya no tendría otra oportunidad para hacerlo.

LA CHICA DE LAS VELASWhere stories live. Discover now