XVII

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Caminó unas cuadras internas.

La panza le pesaba y sus pasos se volvieron cada vez más cortos. Se agitaba con rapidez y tenía que frenar a cada minuto para reponerse.

Doblar por aquella esquina la llevaría hasta su casa, pero le extrañó darse cuenta de que, si seguía media cuadra más, llegaría también a la de sus papás. Ambas construcciones no estaban en realidad cerca, pero apartó el pensamiento y avanzó.

Decidió visitar a sus padres. Antes de abrir la puerta de calle, miró para todos lados. Eran las cuatro de la tarde y la noche había caído, cuando una especie de neblina cubría la cuadra entera. La gente caminaba sin inquietarse por la repentina oscuridad, pero ella sí se preguntaba por qué habría anochecido tan temprano. Volvió a apartar el pensamiento y entró.

Subió las escaleras peldaño a peldaño y, al doblar hacia el segundo tramo, vio la puerta del primer piso abierta de par en par. Esto también le llamó la atención; sus padres no solían ser tan descuidados. Mientras ascendía pensando en qué podría estar pasando, quiso apartar el pensamiento, pero en vez de irse, se instaló.

Tres veces había notado rarezas en el aire; tres situaciones que no encajaban la llevaron a cuestionarse la verosimilitud de lo que estaba vivenciando. 

Entonces expresó en voz alta aquello que pasó por su cabeza:

—¿Y si estoy soñando?

En sus prácticas de meditación había aprendido algunos trucos para saber en qué realidad se encontraba. Decidió aplicar el primero; después de todo, si nada ocurría, tomaría otro tipo de recaudo.

—Si esto es un sueño, entonces puedo volar —se dijo y dio un salto que la hizo atravesar, levitando, la puerta abierta.

Sofía aún no podía creer lo que ocurría. Era la primera vez que experimentaba un sueño lúcido, uno en el cual su conciencia se despertaba mientras que su cuerpo continuaba dormido. Así y todo, necesitaba terminar de asegurarse de que en verdad estaba soñando, por lo que puso en práctica el segundo truco.

Levantó la mano izquierda a la altura de los ojos y se miró la palma. Extendió el dedo meñique y, con la otra mano, tomó su extremo entre los dedos índice y pulgar. Tiró. Si el dedo se quedaba en su sitio, estaría en la vigilia, pero su meñique no solo se estiró hasta el triple de su largo sino que también comenzó a brillar.

—Bien, estoy soñando —dijo, maravillada. Esto le daba oportunidades infinitas, siempre y cuando ningún agente externo lograra despertarla—. Ahora que estoy consciente en el plano astral, puedo ir adonde quiera.

Avanzó paso a paso por la casa, sin prestar atención a los muebles que colgaban desde el techo y con un solo objetivo: abrir la puerta de la única habitación cerrada, sabiendo que, al hacerlo, encontraría la respuesta a sus inquietudes. Sin dejar que su mente se distrajera, apoyó la mano sobre el picaporte y, con extremo cuidado, lo giró.

En la vigilia habría encontrado una habitación luminosa y repleta de cachivaches, pero en el plano onírico entró por un largo pasillo con ventanas, cuya luz intermitente le recordó a una situación vivida hacía tan solo unos meses. El sabor metálico volvió a acudir a la boca, y fue entonces que recordó dónde y cuándo había vivido esa experiencia.

Estaba en el hospital; la noche del diluvio. Si avanzaba un poco más, llegaría a la habitación de la vieja Ruiz Díaz, momentos antes de que la luz se cortara en todo el barrio y que ambas se cruzaran en el pasillo.

Decidió ir a su encuentro; esta vez era ella la que flotaba. Avanzó con los pies en punta, liviana, como si ni la panza ni ella pesaran. Al llegar a la puerta de la habitación, vio a Rosalía sentada frente a la ventana, disfrutando de la tormenta. Sofía se preguntó qué estaría observando, a pesar de su ceguera.

LA CHICA DE LAS VELASWhere stories live. Discover now