XV

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Su intuición le dijo que no fuera.

Y sin embargo, otra vez, no le hizo caso.

Quizás se sentía en la necesidad de no saberse egoísta; después de todo, Tomás tenía un padre que, a pesar de ser un completo desastre, se decía interesado.

Aún maldiciéndose por dentro, allí se encontraba.

La casa parecía detenida en el tiempo, en medio de un barrio que mostraba su progreso. Lúgubre, sombría, con las paredes torcidas y amenazando con caer. Una reja oficiaba de puerta; oxidada, cerrada con dos vueltas de cadena y un candado. La negrura se desprendía desde el interior, cuyos árboles tapaban todo tipo de luminaria.

Pensó varias veces antes de anunciarse. No había comentado que iría a verse con Lisandro y, en caso de que algo le ocurriera, nadie sabría en dónde encontrarla.

Así y todo, volvió a pensar en él y llegó a una conclusión: si bien era un tanto inmaduro e infantil, no creía que fuese una mala persona.

Pensó en mandarle un mensaje a Lucrecia para darle su ubicación, pero si se enteraba de que había vuelto a verlo, se enojaría con ella. Le había hecho prometer que dejaría atrás todo el asunto de las velas y también a Lisandro; nada de eso le hacía bien.

Y ella coincidía, pero...

Lisandro.

Algo en lo profundo la obligaba a estar presente, para bien o para mal. Necesitaba saber quién era en realidad el padre de su hijo; necesitaba experimentar en carne propia la desgracia para tomar una decisión completa.

Juntó coraje y tocó el timbre. Al rato, Lisandro apareció con la llave y le regaló una sonrisa encantadora. Por un momento, Sofía sintió vivo su corazón.

Lo quería; en verdad lo quería. Y por eso estaba allí. En el fondo guardaba la esperanza de que finalmente la eligiera. Una esperanza rota, vacía, puesta en una persona que lo único que buscaba era escapar de su tormentosa vida.

Tras abrir la puerta, Lisandro la invitó a pasar. Siguiendo sus pasos, Sofía se adentró en un pasillo lateral que los llevó hasta el fondo de la casa. Había tres ambientes visibles: una cocina amplia con ventanales que daban a un jardín inmenso; una habitación cerrada con candado y un pequeño baño. Todos los ambientes chocaban con el patio. Por el costado, varios perros asomaban desde otra reja, que daba al mismo jardín que prometía ser gigante y que, por la caída de la noche, ahora mostraba opacidad. El lugar parecía una construcción en medio del bosque. Antigua, descascarada, lúgubre.

Lisandro la invitó a pasar a la cocina. Sacó dos cervezas de la heladera, pero Sofía lo fulminó con la mirada. Comprendiendo su exabrupto, agarró una botella con agua y le sirvió un vaso, mientras la invitaba a sentarse frente a él.

—¿Cómo estás? —comenzó él, pero Sofía se sentía incómoda. Ya no por la casa en sí, sino por la presencia que aún no se había anunciado.

—¿Y tu esposa?

La pregunta —lógica— lo tomó por sorpresa.

—Con la tía; hace un tiempo que está internada. Cada jueves pasa la noche en el hospital, con ella.

—¿Y por eso me hiciste venir? ¿Porque íbamos a estar solos? —retrucó Sofía, disgustada. 

Después de todo, Lisandro era un hombre más y no uno cualquiera: un infiel serial. No le extrañaría que después de la cerveza terminara por besarla y por querer sacarle la ropa, aprovechando la cama que, esa noche, su esposa había dejado vacía.

Sintió un arrebato de impotencia.

No tenía nada que hacer en esa casa; haber ido hasta allí había sido un error. O quizás no. Quizás eso necesitaba para darse cuenta de que Lisandro no era la persona para ella. Ella quería un compañero, no uno al que le diera lo mismo cualquier vagina. Porque eso era lo que le demostraba Lisandro y lo que difícilmente cambiaría. Y ella había aprendido a respetarse primero, a pesar de sus sentimientos.

LA CHICA DE LAS VELASWhere stories live. Discover now