Prólogo 2

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Miedo.

Un sentimiento que no le era en absoluto desconocido, todo lo contrario. Llevaba dominándola desde hace ya más de cinco años, más de la mitad de su vida. Miedo al dolor, a los castigos, al látigo...a él...

Aún ahora, mientras avanzaba renqueante pero sin detenerse, con sus pies descalzos sangrantes al pisar piedras y tierra yerma y dura, ese sentimiento de miedo constante aún dominaba su mente desde lo más profundo de su corazón. Ni siquiera sabía adónde iba, y sus pasos la dirigían lo más lejos posible de su prisión, lejos, en dirección a donde el sol solía ir a reposar cuando la luna comenzaba a brillar en el firmamento.

Daba igual que el origen de su miedo, de su terror más dominante y pernicioso, estuviera lejos de ella con cada día que seguía huyendo de él: Como un cáncer, ese sentimiento, esa sensación que se aferraba a ella y apretaba su corazón con cada latido, seguía presente a cada momento, y la hacía, inconscientemente, sentir el deseo de detenerse y volver para rogar por el perdón de su joven amo y pedir misericordia por sus actos, rezando para que el castigo impuesto no fuera demasiado severo o doloroso.

Y al mismo tiempo, aquel miedo extremo, ese terror que la hacía tiritar congelada incluso en las horas de más calor bajo el sol, era lo que alimentaba su decisión de correr, correr y correr, sin importarle cuan dolorosas fueran las heridas y cortes que dejaban en carne viva las plantas de sus pies. Era el mismo miedo que la hacía ignorar el calor de la tierra bajo el ardiente sol que quemaba esos mismos pies, aún caliente incluso cuando el sol comenzaba a ponerse, no desapareciendo hasta que el frío de la noche comenzaba a dominar el ambiente en su lugar. Para la niña, aquel dolor punzante no era nada, comparado con lo que había sufrido antes...y lo que sufriría si dejaba de correr y él la atrapaba...

Sinceramente, ni siquiera sabía cómo había reunido el valor de hacer lo que hizo: La simple idea de desobedecer a su amo o hacerlo enfadar al incumplir o fallar con la más simple de las tareas la hacía temblar y sentir el deseo de orinarse encima. Ya era terrible cuando estaba de bien humor y la golpeaba o atormentaba por placer; cuando era la ira la que lo llevaba a castigarla, el amo Jamil era más un monstruo que un humano...

Pero había llegado a su límite: No aguantaba más, tenía que dejar atrás ese ciclo continuo de indultos, humillaciones, palizas, golpes y abusos, o con el tiempo, moriría o sería poco más que una simple muñeca sin sentimientos ni pensar propio, un Juguete, como el amo Jamil se refería siempre a ella.

Juguete, ese era el nombre que su amo le puso. Siempre le gustó tratar a sus esclavos como objetos para hacerlo que quisiera con ellos, más aún desde que se hizo con el control de sus tierras al heredaroas de su padre después de que este muriera en un accidente. Muchos rumoreaban que había sido el propio Jamil quien lo mato, pero nadie se atrevía a hablar de ello, menos quienes estaban cerca de él.

Y desde que la adquirió a ella, se convirtió en su posesión favorita, disfrutando de atormentarla a diario, y otorgándole aquel nombrenpur que eso era para él, un objeto, un juguete, su Juguete...Una cruel manera de deshumanizarla...

La niña ya ni siquiera recordaba su nombre, o simplemente le aterraba el simple hecho de recordarlo o decirlo. Para Jamil, ella era un simple objeto, y rememorar el nombre que le dieron sus padres era algo que no se le permitía, pues era una muestra del recuerdo de cuando era libre. Pero ahora, era ella la posesión favorita de Jamil, y un juguete...no debía poseer el nombre de una persona...

Ni siquiera pudo esperarse lograr huir, pero Gopal la ayudó. El viejo Gopal, el más viejo esclavo de la familia de Jamil, un anciano que sobrepasaba la noventena, de piel morena y cabello blanco como las nubes, con su amable y cálida sonrisa, siempre dirigida a la niña.

Las Espadas de la SombraWhere stories live. Discover now