Prólogo, o como se conocieron.

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El ayudante del cocinero de la posada salió al patio trasero, donde los cerdos esperaban impacientes las sobras de la jornada. A sus espaldas, una cola peluda y anillada se escabulló al interior del local.

Había mucha comida por doquier, y los mapaches son de todo menos exquisitos. El ejemplar que nos ocupa, sin embargo, era ambicioso. Si había llegado hasta ahí, no se iba a conformar con nada menos que lo más sabroso a lo que pudiera hincarle el diente, y eso era uno de los grandes jamones curados que colgaban detrás de la barra. El propietario le daba la espalda y los parroquianos estaban distraídos con sus bebidas, sus conversaciones, o sus ligoteos.

Oculto en las sombras, se agazapó y saltó con gran agilidad. Sus manitas se abrazaron a la deliciosa grasa y su impulso balanceó el jamón con suavidad. Feliz como un niño, propinó el primer mordisco. ¡Qué delicia!

Ocupado con su cena, el mapache no se dio cuenta de que su larga cola colgaba a la vista de todos. El ayudante del cocinero regresó y detectó enseguida esa extraña cosa alargada y peluda que pendía debajo de los jamones. La agarró y tiró de ella. El chillido del mapache se debió oír en todo el barrio y el del ayudante, en todo el pueblo, después de recibir un mordisco casi instantáneo. Todos los ojos de la posada se clavaron en él, que intentó huir hacia arriba, hacia las vigas y las sombras del techo.

—¡Un ladrón!

—¡Es un puto tejón! ¡Matadlo!

El propietario tuvo que apartarse cuando la posada en general decidió arrojar todo cuanto tenían a mano en dirección al intruso. Jarras de cerveza, llenas y vacías; cubiertos, platos, huesos de cordero, zapatos, dagas, patatas hervidas, hasta una dentadura postiza. La lluvia de artefactos fue demasiado intensa para poder evitarlo todo. El mapache perdió el equilibrio, cayó sobre la barra y antes de que pudiera huir, uno de los jamones se descolgó, la cuerda cortada por una daga, y lo aplastó en su caída.

Se hizo el silencio, roto por los últimos tintineos de los objetos arrojados. Una gran risotada general le puso fin. Señalaban y se reían del mapache muerto, aplastado por un jamón...

Inmóvil, sin siquiera respirar, el animalito notaba como el corazón le latía desbocado. No sentía ira o vergüenza alguna. Solo... miedo.

Oh, no.

Crecía y crecía, pues sabia que intentarían matarlo una vez comprobaran que había sobrevivido. Y le dolían las patitas y la barriguita. ¿Como iba a escapar? No, no, no... no podía dejar que siguiera creciendo.

No... ya era tarde. El miedo se convirtió en pánico. Invadía todo su cuerpo como un fuego forestal. Las llamas le estaban calentando la sangre y el cerebro.

Las risas se pararon cuando el jamón se levantó. Cualquier intento de reaccionar con violencia fue aplacado por la visión de lo inconcebible. El mapache agarraba la pata por la pezuña y la sostenía en vilo de un modo que parecía contravenir alguna ley fundamental de la física o de la lógica. Un hilo de sangre corría por su cara, y se lo lamió con lentitud. Esta vez, el silencio fue duro, espeso y absoluto. Fue roto cuando la manita libre del mapache dio una palmadita a la piel del jamón.

Unos cinco minutos más tarde, un total de tres hombres se habían cagado en los pantalones.

                                                                                                 *****

Aún no había despuntado el alba. En la granja de Peabody no se oía otra cosa que los ronquidos de sus habitantes. Uno de ellos, sin embargo, ya se había levantado. Llevaba consigo un viejo cubo de metal oxidado y desfondado bien agarrado por el asa en su pico. El gallo trepó al altillo del granero, el sitio más alto de la propiedad, colocó el cubo en el ventanuco y se aclaró la garganta con un cloqueo. Tomó aire. Lo retuvo. Inhaló un poco más, hasta el límite.

AbrojoWhere stories live. Discover now