El último guerrero

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Historia escrita por Revontulett, disfrútenla

No soy dueño de Dragon Ball, le pertenece a Akira Toriyama y otros, así como de cualquier otro elemento de cualquier otra obra, creación que aparezca, créditos a quien corresponda.

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Tomémonos un momento para considerar las probabilidades inherentes a un simple lanzamiento de dados. Si utilizamos solo un dado, son seis los resultados posibles: uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Si arrojamos este dado una n cantidad de veces, cada uno de estos resultados tendrá la misma probabilidad de salir, es decir, uno sobre seis. Consideremos ahora que agregamos un segundo dado al juego. En este caso son treintaiséis las posibles combinaciones de números que podrían salir en una tirada, siendo la probabilidad de obtener una combinación específica x sobre treintaiséis. Si luego arrojáramos tres dados a la vez, serían doscientas dieciséis las posibles combinaciones, siendo x sobre doscientos dieciséis la probabilidad de una combinación en particular. ¿Pero qué sucedería si no arrojamos ni uno, ni dos ni tres dados? ¿Qué sucedería si arrojamos una infinita cantidad de dados una infinita cantidad de veces? ¿Cuántas posibles combinaciones podríamos obtener en este caso?

¿Y con qué nos encontraríamos si cada uno de nuestros infinitos dados representara uno de los universos o planos que componen la creación, y cada una de las posibles combinaciones al arrojar esos innumerables dados representase si una persona determinada de esos universos vive o muere...? No hay una respuesta única para este interrogante, sino una infinidad de respuestas. En un sistema compuesto por infinitas realidades, por infinitos planos o universos, una misma persona podría vivir o morir bajo determinadas circunstancias tantas veces como tantas posibles combinaciones hay en nuestro juego.

Infinitos dados.

Infinitas tiradas.

Infinitas posibilidades para una misma persona.

. . .

Estaba lloviendo.

Las gotas caían como si fueran flechazos desde un cielo negro, aplastándolo contra el suelo.

Se arrastraba.

Sus manos intentaban aferrarse al barro y al cemento despedazado, avanzando penosamente, trabajosamente. Patéticamente. Apenas podía ver. El agua se le metía inmisericorde en los ojos, fundiéndose con la sangre que corría desde su ceja izquierda, abierta casi hasta el hueso. Estiró una de sus manos tambaleantes, sintiendo como si los brazos le pesaran una tonelada. Lo poco que podía ver era suficiente para notar el ángulo innatural de su pulgar y su índice, grotescamente torcidos. Le habían roto los dedos. Otra vez. Cerró la mano en un doloroso puño, clavándolo en el barro para tomar impulso y avanzar un poco más. Podía verlo justo delante suyo. Pese a sus heridas y a la tormenta, podía verlo allí, tumbado e inmóvil.

—Trunks...—susurró, sintiendo como la sangre se le escapaba entre los dientes.

Una atroz puntada de dolor lo golpeó en el abdomen. La sangre que luchaba por mantener en su boca escapó en un torrente rojo. Tuvo que detenerse entre toses y jadeos, sintiendo que las entrañas le ardían. Sabía que su cuerpo estaba en muy mal estado. No resistiría mucho más...pero aún le quedaba una semilla del ermitaño. Una. La última. Debía dársela a Trunks. Debía salvarlo. Se lo debía a él, su amigo y discípulo, por haberlo acompañado tantos años, y también se lo debía a Bulma. Le había jurado que cuidaría de su hijo sin importar lo que pasara. No podía fallarle, ni a él ni a ella, no podía.

Un futuro diferenteWhere stories live. Discover now