34 | Al otro lado de la línea telefónica

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Necesité más de tres días para pensar en lo que haría. Tuve seis turnos de noche seguidos que sobreviví a base de café solo y mi libro de poemas, pero ahora, cada vez que lo leía, me acordaba de Damon.

Solo pasaba a ver a mi madre cuando terminaba mi turno, porque nunca estuve encargada directamente de ella, y le daba un beso en la cabeza antes de irme. Me preguntó por qué Damon no había venido a visitarla últimamente y mentí con que su trabajo en la clínica psiquiátrica había aumentado. Damon siempre le traía galletas de chocolate cuando la visitaba y nuestra casa se inundaba de ese aroma dulce y cálido que me hacía sentir en un hogar.

Mi madre cumpliría un año en el centro en diciembre y, desde principios de año, en cuanto sus compañeras descubrieron que le gustaba la poesía, estuvo compartiendo sus escritos en la sala de reacción.

Hacía más o menos un mes, el encargado de visitar todos los centros de salud habló con la doctora a cargo de mi madre y sus otras compañeras.

—El encargado le pidió permiso para publicar algunos de mis poemas —me dijo—. Resulta que publica libros sobre personas con diferentes condiciones y los reparten en los centros de salud para otros enfermos. Les dije que sí. Quiero regalarle uno a Damon, para que lo use con sus niños.

Y lo extrañé más que nunca.

No sabía si había localizado a Eskander, si se estaba quedando en un hotel o en la clínica, y todos los días peleaba contra mi mente, tratando de decidir si llamarle o no. Y cuando pensaba en Eskander, llegaba a la conclusión de que era otro criminal. A pesar de su pasado y de su infancia, había sido sicario durante cinco años y había inocentes muertos por su culpa.

Pero cuantas más vueltas le daba, más me cuestionaba mis propios valores.

Habían secuestrado a Damon cuando apenas tenía catorce años, de un barrio marginal de Doncaster, para encerrarlo en una casa de asesinos a sueldo en Bristol, donde vio todo tipo de cosas y aprendió a base de amenazas. Era un niño del que se aprovecharon porque no podía defenderse. Y de algún modo, a lo largo de su vida, había recogido todos los pedazos para reconstruirse.

Todos los días lo extrañaba. Extrañaba su voz, su sonrisa, sus brazos y todo lo que era él.

Me moría por saber cómo estaba, dónde había dormido, pero no quería llamarle hasta que no hubiese resuelto el asunto en mi cabeza.

Antes había creído que el pasado no justifica el presente, que nada justifica un crimen y que jamás defendería a un asesino. ¿Pero en verdad lo era? No todos los sicarios son inocentes, eso lo sabía. ¿Pero Damon merecía ir a prisión por todos los delitos cometidos?

No me lo quería imaginar en una celda. Le imputarían cargos de tortura y vejación, y asesinato, y nunca saldría. Eran niños menores de edad siendo usados y desechados.

Oírle hablar había hecho añicos la idea tan surrealista que yo tenía de mi vida.

No era ningún poema. Creí que podría serlo, porque Damon era el único hombre capaz de hacerme sentir lo que los poetas definen como una marca indeleble. ¿Pero cómo iba a ignorar todos sus crímenes con la excusa de que lo amaba?

El primer día que tuve libre después de seis turnos nocturnos, de llorar a las tres de la mañana en mi descanso, de llegar a casa con hambre y tomarme mi café sin ver el precioso rostro de Damon mientras se vestía, tuve tiempo de sacar todas las notas que él me había dedicado desde que éramos novios.

Leí los poemas uno por uno, y sus mensajes de ánimo, y recordé la canasta de fresas, y miré el ramo de papel que reposaba sobre mi mesita de noche, cerca de mi libro de poemas.

Damon #3Where stories live. Discover now