CAPÍTULO 23. LAS MIELES DE LA VICTORIA.

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Unos pequeños bracitos se movían activamente en los brazos de sus padres, la ventana daba muy poca luz del sol a través de las cortinas que habían sido puestas con la intención de restar luz a la habitación, todo para que el pequeño ser no fuera molestado, sus manitas eran comparadas con las de el mayor dándose cuenta de que eran diminutas, era como si tuvieran un muñequito de porcelana en sus brazos, porque tenía la piel pálida, muy blanca, su boquita era parecida a la de su papi y su cabello era castaño, la viva imagen del mayor quién sonreía ante la lucha de su pequeño hijo por moverse y mantenerse despierto mientras comía, pero su cabecita lo delataba y sabían que en cualquier momento volvería a dormir tranquilo, sabiendo que ambos padres velaban su sueño con mucho amor y cariño, habían podido ver un poco sus ojitos abiertos, dejando un precioso color avellana en ellos, pero eso sí, el brillo característico del menor que no podía faltar, seguramente su pequeño hijo sería la sensación cuando fuera mayor, pero Gulf por el momento solo quería disfrutar de tenerlo así de pequeño en sus brazos, cuando sintió que las succiones de su pequeño habían casado, lo separó con mucho cuidado de su pecho y lo meció suavemente en sus brazos, era tan pequeño que tenía miedo de lastimarlo, pero sabía que no estaba solo, su marido estaba con él procurando a los dos y nunca los dejaría caer, incluso aunque el mismo mundo se les viniera encima, sonrió cuando sintió a su esposo recargarse en su cuello, la posición desde el parto no había cambiado, Mew seguía detrás de él dejando su cuerpo recargado en su pecho, sus manos estaban posicionadas en su cintura sin hacer mucha presión, aún le dolía un poco, y estaba seguro de que le dolería por lo menos una semana, pero las suaves caricias de su esposo y los besos en sus mejillas lo distraían del dolor.

Sonrió cuando su esposo soltó una pequeña risa al ver el adormilado bebé que no pudo soportar más y se durmió totalmente luego de comer. Alexander Taylor Jongcheveevat Traipipattanapong había nacido un 23 de noviembre al amanecer, justo cuando el sol comenzaba a filtrarse por las colinas de Hardersfield, recordando que también era hijo de esa tierra y sería su hogar hasta que él lo quisiera. El nombre de Alexander había sido en honor a su abuelo por parte de su papá, y Taylor por el abuelo de Gulf, quién lo vió un par de veces cuando era niño, hasta que falleció cuando él tenía la edad de siete años, sin embargo jamás olvidó sus atenciones y su cariño, así que era de esa forma que el pequeño Alex tenía los nombres de las personas que más amaron a sus padres, pues sus abuelos directos no estaban incluidos en esa lista, pero al menos tenía los apellidos de ellos.

– Se quedó dormido – habló en susurros Mew mirando como su hijo apricionaba su dedo en su manita.

– Creo que no despertara en un buen rato – comentó Gulf dejándose caer más sobre el pecho de su esposo.

– Mejor, así podemos descansar un rato, fue una noche muy dura para ti amor – murmuró suavemente.

– También lo fue para ti cielo, sintió haberte dicho cosas hirientes – se disculpó por tercera vez con una mirada avergonzada.

– No pasa nada, valió la pena por verte así de tranquilo y feliz con Alex –

– Para la segunda vez asegúrate de prevenir todos los golpes – dijo con gracia, pues en el parto mientras Gulf gritaba en uno de esos momentos aventó su cabeza hacia atrás y golpeó accidentalmente la nariz de su esposo, afortunadamente solo quedó en un pequeño golpe, pero había traído a Mew de vuelta a la realidad recordando donde estaba y que hacía.

– ¿Próxima? ¿Estás dispuesto a tener más hijos? – preguntó sorprendido, pues después de la locura de anoche pensó que Gulf ya no quería más.

– Por supuesto, quiero una niña, o tal vez un doncel, siempre soñé en el fondo con una familia grande igual a la mía, quiero que Alex tenga con quién jugar y divertirse – dijo sonriendo con ternura.

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