La noche más oscura de todas

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1 de Junio

La situación en la ratonera era la peor de las imaginables. Por ese motivo Martín Cerezo planeó una fuga desesperada al bosque. Aguilar trataría de buscar al General y eso nos daría una semana de tranquilidad. Suponíamos que el resto de los filipinos daban el sitio de Baler por finalizado. Las guardias de los enemigos se relajarían y nosotros encontraríamos algún hueco entre sus trincheras para alcanzar la foresta y escapar lo más rápido que nos permitiesen las piernas. Nuestro objetivo era cruzar montes y bosques hasta llegar a Manila, a nuestros cuarteles. Como bien dicen, si Mahoma no iba a la montaña sería la montaña la que iría a Mahoma, aunque a nadie se le escapaba que esa empresa estaba muy lejos de nuestras menguadas posibilidades. Tanto daba llegar a Manila que a Pernambuco. Nuestra única oportunidad sería atravesar las montañas de la Luna, ganar la costa y confiar en la suerte para que un navío español nos encontrase. Y todo eso perseguidos por un ejército de sanguinarios, de rabiosos filipinos que tendrían muy fácil perseguirnos y darnos caza en su tierra como si fuésemos conejos.

Era un plan desesperado, lo sé. Ya te dije Estrella que la mayoría estábamos esperando a la parca, y tanto daba esperarla allí o en esos bosques de Dios. Ya había fecha para la marcha, 1 de junio.

Todos empezamos a preparar los avíos para una larga marcha. Cuerdas, calzados, pertrechos... aunque ya te imaginarás que no había mucho que disponer. Por órdenes del teniente se destruyeron los rifles sobrantes, los de los fallecidos, y se repartieron municiones. Naturalmente la fuga nos obligaba a tomar una decisión acerca de los traidores porque no podían venir con nosotros, nos podían comprometer, eso desde luego. Además, la deserción ante el enemigo es el más grave de todos los delitos militares, en nuestro ejército y en cualquier otro. Los artículos 35 y 36 del Código de justicia Militar lo dejaban bien claro. EJECUCIÓN. Y me imagino que para nuestro teniente sería la más amarga decisión de su vida, otra sentencia hubiera supuesto "flojedad en el mando" y ese delito tampoco era manco.

Vicente González Toca y Antonio Menache Sánchez fueron declarados convictos y confesos del delito de traición en puesto sitiado, es decir, pena de muerte. A nadie sorprendió la decisión y aunque lamenté mucho, muchísimo, este veredicto, lo juzgué justo en aplicación de las leyes militares que nos comandaban. No te negaré que hubo opiniones enfrentadas. Los dos franciscanos se mostraron en contra de juzgarlos, decían que eran pobres desgraciados. Y otro tanto nuestro teniente médico, Vigil de Quiñones. De hecho su amistad con Martín Cerezo se resentiría de aquel episodio.

Ver la cara de Martín Cerezo bastaba para saber que matar a dos soldados españoles era una condena para él, pero sus principios estaban por encima del resto de consideraciones y esta decisión le acompañaría de por vida. La ejecución se hizo por sorpresa, sin avisar ni a la tropa ni al médico ni, desde luego, a los frailes.

Los dos traidores fueron puestos de pie y conducidos al corral. Sus ojos se movían nerviosos al vernos aparecer; supieron al instante que la vida terminaba para ellos, que aquella noche sus cuerpos estarían tan fríos como los propios muros, y que ya jamás volverían a casa. No verían su tierra, nada habría que respirar, que tocar, comer, oler... Más de mil veces he pensado en ellos, en lo que debieron sentir y pensar. Un interés, quizá morboso, que solo puede responder a la alegría que supone no estar en su lugar. Lo sentí por Vicente, lo sentí mucho, pero supe que había hecho todo lo posible por merecerlo.

Martín Cerezo eligió a dos buenos tiradores y procuró que no hubieran tenido demasiado roce con los acusados. Es decir, que me descartó. Y cuando ya salía del corral oí a Vicente.

-Espere, espere. Teniente, quiero que lo haga él, que no falle, que lo haga mi único amigo en este lugar, a él le respeto. Solo temo al dolor y sé que él no fallará-

-Usted no puede pedirle eso a nadie, no hay última voluntad. No fastidie más y haga el favor- Yo me quedé de piedra y sin palabras.

- Sé que nuestra amistad desapareció, pero él no fallará. Van ustedes a matarme por el amor de Dios, que más les da que lo haga él u otra persona. - Martín Cerezo se giró y me miró.

-¿Tiene usted inconveniente?-

-Ninguno mi teniente. González Toca tiene razón, no hay amistad y no erraré el disparo. Tienen ambos mi palabra-

-De acuerdo, ¿y usted desea algo?- dijo a Antonio con cierta sorna. El otro bajó la cabeza negando. Temblaba de miedo el pobre.

- Vicente, si tú estuvieses al otro lado del fusil no dudarías-

-No, no lo haría. Ahora haz el favor de no fallar y acabemos cuanto antes.- Aún con los grilletes rebuscó en sus bolsillos y sacó el reloj, lo abrió, lo miró un rato y me lo dio. El nudo en la garganta me impidió darle las gracias, espero que mis ojos hiciesen lo propio. Todavía guardo aquella pieza, y no hay día que no la abra una decena de veces. Poco importa que ya no dé la hora, nunca importó lo que señalaban sus manecillas.

La ejecución fue rápida, cargamos una sola bala y nos pusimos a unos pasos de ambos, tras los ventanucos que daban al corral. Vicente me miró a los ojos, no dejó de hacerlo en ningún momento, y no parecía nervioso, ni triste. Simplemente esperaba. Ambos nos miramos un instante. Cuando llegó la señal del oficial apreté el gatillo sin dudar y no fallé.

Martín Cerezo pidió a Rogelio Vigil que certificase que habían muerto por disentería, nunca sabremos si fue por curarse en salud o por evitar otra deshonra al destacamento.

-¿Todo bien soldado?-

-Todo bien mi teniente- Mentí. Fuera caía la noche más oscura de todas y empezaba a refrescar.


El Caballero de BalerNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ