Aquella navidad.

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Ya imaginarás Estrella que tras aquella proeza nuestros ánimos estaban altos, ¿qué digo altos?, altísimos. Una situación inmejorable, dentro de lo que cabe, para celebrar la Nochebuena. Es más, recuerdo que todos íbamos con una sonrisa muy absurda dibujada en los labios.

Pensarás que es fecha muy apropiada para nostalgias, para evocar con tristeza a la familia y traer a la memoria momentos íntimos, hermosos, de recogimiento y de disfrute. Quien más y quien menos tiene sus índoles, aquello que solo su madre sabe hacer como los ángeles, aquello que le obsequiaron en una ocasión y cómo le gustaba comer tal cosa o cantar tal otra. Naturalmente fue noche para recordar a los nuestros; algo triste no te lo negaré, pero de alguna manera nosotros ya éramos familia y en absoluto nos sentíamos solos. Las penurias nos habían unido, nuestra vida estaba en manos de los compañeros y la camaradería, la amistad que se respiraba entre aquellos muros, nos aunaba. Amistad. Una palabra que el mal uso acaba prostituyendo. Pues bien, con seguridad puedo decirte Estrella que aquellos compadres eran mis amigos, y eso es decir mucho. Formábamos un bloque, un organismo completo con distintas piezas. Es más, pensé que mi vida no podría continuar lejos de aquellos magníficos camaradas, pero mira, al final continuó. La amistad, como el amor, hace que respirar merezca la pena. Todos ellos, con sus vidas y sus recuerdos, son lo más grande que he encontrado. No creas que pese a ser un viejo se me hayan secado los lagrimales. Ya ves que no.

Aun así, no te imagines a un grupo de llorones, unos pobres barbudos desgraciados gimoteando como unas gurruminas. Éramos hombres y soldados; nos teníamos los unos a los otros para alegrarnos, para darnos una palmada en la espalda, para compartir y reír hasta de nuestras cuitas... que seguían siendo muchas por cierto. Martín Cerezo, siempre atento, siempre inteligente y previendo esta melancolía estableció que aquella sería una fiesta especial y que la celebraríamos por todo lo alto aunque eso tampoco era decir mucho. Recuerdo con agrado que tuvimos calabaza asada, dulce de cáscara de naranja y café de puchero algo más oscuro que el habitual. Pero no solo eso, ya dije que aquel hombre estaba hecho de una pasta especial. Habíamos encontrado instrumentos en una de las casas del pueblo, así que los repartimos entre la tropa. Había flautas y tambores. A mí me tocó un bombo y he de decir que aquella noche me di buena maña con él y no hubo villancico que no estropease con mi estruendo. Cuando callábamos un instante podíamos oír las voces de nuestros enemigos perjurando desde sus trincheras y deseándonos la peor de las muertes. Cada uno celebra la navidad como puede Estrella, ellos insultando y nosotros sacándolos de quicio. Hubo quien, desde nuestras trincheras, les amenazó con volver a salir y hacerles correr cagados por los montes.

Algunos sacaron a los compañeros de guardia en las trincheras las "delicias" que se habían cocinado y les hicimos partícipes de la fiesta. Imagina Estrella a un grupo de soldados, sin ningún conocimiento musical, maltratando aquellos instrumentos. Fue un auténtico suplicio para nuestros oídos, pero bendito suplicio. Me tengo que sonreír al recordarlo, no me queda otra. Nuestros enfermos también participaron, dos heridos graves, quince que aún estaban tocados por el beriberi, tres con disentería y dos con calenturas tropicales que hicieron todo lo posible por montar jarana.

Pocas veces vi tan contento a Martín Cerezo y a nuestro médico, Vigil de Quiñones, que por cierto ya andaba bastante recuperado. Ambos, eruditos en sus ciencias, ambos del mismo rango militar y dotados de un mismo sentido del patriotismo, del honor y del humor. Ambos forjarían una amistad especial, un aparte de la tropa. Muchas veces los veías en un rincón, con un libro en las manos, o haciendo cualquier cosa juntos. Los dos tranquilos y en silencio. Pienso que su amistad era profunda, tanto como para pasar las horas sin hablar, uno junto al otro. Ya está todo hablado y disfrutas con la presencia de tu amigo. Muchas veces los silencios hablan más que las palabras y hay que disfrutarlos.

Jamás olvidaré aquella Nochebuena. La guasa fue para no omitirla y fue uno de los mejores recuerdos que guardo de aquellos días ¿qué digo? Fue el mejor. A media noche, con la voz tomada de tanto cantar, salí satisfecho a hacer mi guardia y eché de menos un chicote. Ya llevaba varios meses sin disfrutar con el humo y por desgracia no era lo único. La noche nunca fue más oscura. No había una mala brisa que moviese mis cabellos y la neblina se arrastraba tenebrosa sobre la tierra. Respiré profundamente y, cosa rara, me sentí satisfecho. Miré los árboles a lo lejos pero ya no pensaba en correr y huir hacia ellos. Estaba en mi sitio y dediqué un rato a mi gente, a mi familia celebrando las fiestas lejos, muy lejos, en España. Ellos pasarían la noche riendo, comiendo dulces, guisos deliciosos y aguardientes. Me recordarían, sentían mi ausencia y me desearían lo mejor. Después me abracé al máuser y suspiré.

En las trincheras enemigas también había jarana, supuse que disfrutaban con esas dichosas peleas de gallos que tanto les gustaban y tanto tiempo les hacían perder. Imagínate Estrella, los filipinos dejaban sus trabajos y sus menguados ahorros por ver como dos gallos se sacaban los ojos. Y no hay nada, ni teatro, ni orquesta que supere esa sádica afición. Allí estarían todos riendo desdentados, cambiando dinero de manos, mascando ese maldito buyo, una especie de pasta repugnante que les teñía la boca de rojo. Seguro que habían dejado los fusiles en un rincón y se habían olvidado de la guerra para pasar un buen rato. Les envidié, no te diré que no, al fin y al cabo su corazón albergaba sentimientos tan humanos como los míos...aunque la guerra nos haga olvidarlo.

El caso es que la guardia pasó tranquila y el sol me descubrió pidiéndole a Dios que me sacase de allí antes de que acabase el año. La verdad es que nunca me ha hecho caso y aquella Nochebuena no iba a ser una excepción. Mi Dios no me quiere tanto y además quedaban muchas sorpresas por delante.

Sería la bondad de las fiestas o ese espejismo de felicidad, pero Martín Cerezo decidió reanudar los parlamentos con el enemigo el mismo día de navidad. Y en mala hora. Al poco llegó carta de Villacorta anunciándonos conversaciones de paz, fijando una hora y afirmando que hablaría con nosotros un tal capitán Belloto, alguien de nuestro ejército. Tantas ganas tenía Martín Cerezo de buscar respuestas a nuestra situación y una salida, que él mismo acudió a la plaza a parlamentar tras los naranjos. Grave imprudencia, siendo nuestro oficial en jefe y siendo los tagalos tan faltos de cualquier ética militar. Incomprensiblemente allí no se presentó nadie, ni para hablar ni para disparar, y volvió sintiéndose engañado e iracundo. Una gota más para colmar el vaso.

Así llegamos a la Nochevieja de 1898, poco quedaba para el cambio de siglo y nosotros llevábamos pudriéndonos entre aquellos muros 184 días. Aquel había sido el año del desastre, para nosotros más que para nadie, a estas alturas me parecía que llevaba toda la vida allí dentro y no había nada anterior. El 1 de enero de 1899 comimos habichuelas con manteca y dado que no teníamos sal se condimentó el plato con una especie de pimientos terriblemente picantes. Nunca olvidaré aquel menú, supo a ambrosía, aunque actualmente no tendría estómago para digerirlo.

La liebre de enero fuera del agua, dicen en mi pueblo.

Hubo otro concierto improvisado y fue magnífico. El cabo Olivares y su nuevo reloj tomaron el cornetín. Planas agarró veloz el bombardino y el resto aporreamos latas vacías. También hubo representación teatral, juegos y hasta zarzuelas. Por unas horas olvidamos las ausencias, olvidamos la muerte que nos esperaba tras los muros y nos divertimos como niños. Aquella Nochevieja, cuando acudí a mi rincón a dormir lo hice con una sonrisa. Desde entonces siempre he disfrutado las fiestas de navidad y siempre he recordado aquellos días con gustosa melancolía. Las mejores fiestas de mi vida las he disfrutado en la más absoluta pobreza. Sin nada más que la compañía de unos amigos e instrumentos para montar jarana. Sin celofanes, sin regalos, sin abundancias, lejos de casa, frente a una lumbre y rodeados de la noche más oscura de todas.


El Caballero de BalerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora