El peor enemigo de todos

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Llegó septiembre y el tiempo mejoró un poco, pero solo un poco. Ya ves Estrella, allí el mundo funciona al revés y está desquiciado. Había más sol y también más calor, aunque allí dentro no solo no podíamos disfrutarlo sino que además nos fastidiaba y sofocaba. La luz entraba por los mil agujeros del techo o de las ventanas y no tardaba en ocupar la nave central de la iglesia poniendo a la vista millones de partículas de polvo y miasmas que flotaban. Aquella cámara parecía sacada de un sueño. Realmente todo esto podría ser una pesadilla terrible de la que poder despertar en cualquier momento, aparecer tumbado y cómodo en el diván de casa, a miles de kilómetros de aquí. Uno se perdía en tales ensoñaciones pero antes o después te ibas a encontrar con una realidad despiadada. Emparedado vivo, con varias decenas de cadáveres andantes, en la iglesia de Baler. Al final los sueños, cuando los había, iban a ser nuestro único refugio.

Yo esperaba un otoño al uso, árboles que pierden sus hojas, mil ocres cubriendo el suelo, en fin, un otoño en condiciones. Pero resulta que no, que allí es al revés, allí el otoño no entiende de melancolías y es tan malnacido como el resto de estaciones. Allí puedes desayunarte con algo de viento que, al rato, se transformará en vendaval y ya por la tarde podría convertirse en ciclón con mil rayos y turbiones de lluvia helada. Baguíos les llamaban los taos. Y en medio de todo nosotros viéndolas venir, como siempre.

De una u otra manera estábamos hechos a la pena, habituados a la monotonía y a la tristeza dentro de aquellas paredes. Se percibía el riesgo, no diré que no, pero ya era parte del paisaje. Uno ya no desleía la noche imaginándose cadáver, tirado e hinchado en el suelo, o cubierto de alimañas. Te parecerá raro que diga esto Estrella, pero las noches son muy largas y en aquellas circunstancias los pensamientos no suelen ser todo lo optimistas que debieran. Más de cien veces me imaginé muerto de una u otra manera y no fui el único, ni mucho menos, y estas cosas te van pudriendo. Pero ya te digo, todo aquello lo sustituimos por el hastío más absoluto.

Sería por ese calor, por la falta de ventilación dentro de aquellas paredes, por la falta de higiene o la humedad que exudaba aquella tierra, pero apareció un enemigo al que no podíamos combatir, al que no podíamos ni apuntar ni asustar. Se llamaba Beriberi, un nombre ridículo, un bichito ridículo que mató a más españoles en Baler que los malditos indígenas. Su traducción del idioma cingalés vendría a ser igual de bufa: "No puedo, no puedo". Por desgracia era un viejo conocido en toda Asia. Durante todo el mes de septiembre empezamos a sentir sus síntomas y el 25 se cobró su primera baja, fray Cándido Gómez Carreño. Tras toda una noche rezando y encomendándose a una legión de santos y vírgenes, el párroco, que ya había estado en el sitio anterior y que fue liberado por los indios, dejó de sufrir y todos callamos. Los dolores, las úlceras y expectoraciones lo torturaban desde hacía tiempo. Dejó de padecer y lamentamos mucho su pérdida, no por su utilidad militar pero sí por la compañía. Al cura le dimos sepultura junto al altar mayor de la iglesia y hasta se le ofició una pequeña misa.

Este nuevo enemigo, el beriberi del tipo húmedo, venía ocasionado por carencias en la alimentación y nosotros las teníamos todas. Sus síntomas eran dolorosísimos. Provocaba una inflamación de los llamados nervios periféricos. Las piernas empiezan a hincharse y los pies a deformarse impidiendo andar. Surgen dificultades para respirar, sobre todo por la noche, y el corazón aumenta su ritmo y amenaza con salir desbocado. El paciente empieza a estar somnoliento, tiene delirios y sufre dolores por todos sitios. El desgraciado se va encogiendo poco a poco, se le pone cara cadavérica y al tiempo parece como si el esqueleto aflorase, como si quisiese dejar el cuerpo.

Lo cierto Estrella es que no me hubieras reconocido de tan sucio y delgado que estaba. Éramos todo un edén para las infecciones y las alimañas. Íbamos cubiertos por trapos con ribetes de roña y una costra parda; con pelos enmarañados, una guedeja grasienta de cabellos largos y un sinfín de pringues. En fin, como bien decía Gregorio, era como si Dios se nos hubiera cagado encima.

Nuestro médico Vigil de Quiñones pronto se vio superado por los afectados. Por fortuna, entre aquellas paredes no había espacio para cobardes ni para pusilánimes, y él hizo lo posible y lo imposible para mitigar aquellos dolores. En su sabiduría imaginó la causa de nuestro mal, las carencias en la dieta, e incluso organizó una pequeña y muy expuesta huerta junto a la iglesia para meter algo de verde en nuestro plato. Lo que él no sabía es que había anticipado la existencia de trece sustancias imprescindibles para la vida, y precisamente de vida les viene el nombre. Las vitaminas. La que producía el Beriberi era la B1; tiamina es su nombre según he sabido años después. Esto significa que de haber encontrado cereales con cáscara, hígado, riñones, carne de cerdo, patatas o pan, nuestros compañeros hubieran estado recuperados en 10 o 15 días. Por desgracia no había manera de disponer de aquellos parabienes y tuvimos que seguir luchando encima de las tumbas de nuestros camaradas, de nuestros amigos. A algunos soldados, entre los que afortunadamente me contaba, nuestro organismo no nos pedía estos caldos con tanta premura, y por eso íbamos esquivando el peligro... aunque antes o después nos fuese a atacar. El Beriberi fue el peor enemigo, el más cobarde de todos, el único que no sabíamos doblegar. Un soldado nunca debiera morir así. Nunca.

Bien dicen que las desgracias no vienen solas, así que a este terrible enemigo se sumó otro que también es muy devoto de "La Parca". El 30 de septiembre enterramos a Francisco Rovira por disentería. Le dejamos dentro de la iglesia, bajo el suelo del coro. Empezó a arderle la cabeza, siguió con dolores en la tripa y retortijones que le hacían gritar de dolor. El pobre terminó frío como la tierra que pisaba. Y lloré, lloré mucho, no me avergüenza reconocerlo. No lo hacía desde que era un crío y no pude evitar que mis ojos rompiesen cuando el bueno de Francisco dejó de sufrir. Creo que todos los que le queríamos bien nos alegramos por él, por que dejase de sufrir. Se había ganado el aprecio general, era un soldado magnífico, un español de ley, de los que en otros tiempos habrían conquistado naciones y descubierto tierras maravillosas. El día que el enemigo atacó con la escala intentando prendernos fuego, Francisco que ya no podía mover las piernas por la enfermedad, caló la bayoneta en su rifle, se arrastró hacia la puerta y espero al enemigo con gran temple y dispuesto a vender caro el pellejo. Francisco mereció mejor suerte, vive Dios.

A nuestro teniente médico, a Rogelio Vigil levimos esos días más envejecido que nunca y con el alma encogida. Aquellaenfermedad le superaba y no tenía medios para combatirla. Sus pacientes, sus compañeros,morían uno tras otro. El sitio de Baler podría mantenerse con valor y consagacidad, pero para vencer al beriberi y al resto de padecimientos que noscastigaban hacían falta medios y él no los tenía.

El Caballero de BalerWhere stories live. Discover now