Tristeza, una infinita tristeza.

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Han pasado años Estrella, un buen cerro de años después de aquello. Pues bien, sigo odiando octubre, y es un odio visceral. Es más, siempre que termina septiembre deseo que el décimo mes pase lo más rápido posible, que no se demoren los santos y que lleguen cuanto antes ¿Por qué?, pues porque aquel octubre de 1898 fue espantoso, las penurias se agravaron y tuvimos que pasar por el dolorosísimo trámite de enterrar a más compañeros. El beriberi se llevó a nuestro cabo José Chaves Martín y al soldado Ramón Donant Pastor. Y no fue rápido, no lo fue, vive Dios. A estas alturas creíamos no tener lágrimas para despedir a tan buenos amigos, a camaradas fieles sacrificados por su país. Y para colmo de infortunio vivíamos sobre sus tumbas.

También tuvimos a varios heridos en las escasas escaramuzas que se habían producido. En total cinco. Uno de ellos fue nuestro médico, Don Vigil. Su llaga nos preocupó a todos muy especialmente y es que era mucho el respeto que le profesábamos. Los taos también acertaron al teniente Martín Cerezo que acostumbraba a exponerse más de lo razonable y que, como era de esperar, consideraba cualquiera de sus heridas una nimiedad. Era un militar de la vieja escuela.

En mi delirio imaginaba el beriberi como un demonio, un espíritu que recorriese la iglesia de Baler decidiendo quien acompañaría a La Parca. Así lo ideaba yo y es que mi imaginación se volvió lúgubre. El mal flotaría sobre nuestras cabezas, respirando gustoso el mismo aire viciado, la fetidez y regocijándose en la humedad. Para él todas estas máculas hacían hogar, le acomodaban entre nosotros. Tan terrible enemigo eligió a uno de nuestros oficiales para inmolarlo, nada menos que a nuestro segundo teniente Juan Alonso Zayas, que encontró la paz el día 18 y que enterramos junto al altar, intentando hacerle un honor que no iba a disfrutar. Dios lo tenga en su gloria.

Es costumbre entre la tropa criticar a la oficialidad, no sabría decirte si por envidia, por desdén o por razones de ley. Pues bien, nadie podrá hacerlo jamás de nuestro teniente, ni siquiera Vicente lo hizo. Zayas era un auténtico caballero, un militar de la mejor cepa y nacido en Puerto Rico, que honraba nuestra raza y nuestro uniforme. Juan Alonso Zayas era además un gran aficionado a las fotos, aún guardo algunas de las suyas que me regaló cuando la enfermedad ya le estaba avisando.

Nuestro otro teniente, Saturnino Martín Cerezo, se hizo cargo del resto del destacamento con gran pasar. En realidad no quedábamos más de 10 soldados en condiciones y por fortuna fui uno de ellos. Al resto los castigaban las fiebres, los dolores y una debilidad producida por mil y una carestías con las que habíamos aprendido a sobrevivir. A algunos compañeros, dada su anemia, teníamos que llevarlos en brazos para que hiciesen la guardia. Y allí donde los dejabas se quedaban sus seis horas sin moverse. Ninguno rechistó ni habló de rendición.

Entre otras privaciones sufríamos escasez de calzado. Las botas se habían roto o estaban gastadas, así que muchos, incluido yo, empezamos a ir descalzos. Finalmente Martín Cerezo lo consideró una indignidad y nos ordenó que nos pusiésemos lo que fuese, al fin y al cabo seguíamos siendo soldados y aquella desnudez podría empeorar nuestra salud. Ante este panorama un par de soldados con oficio de zapateros, idearon unas abarcas de madera sujetas al pie con cintas de tela que no eran cómodas, ni bonitas pero sí útiles.

La imagen que todos los días descubría el sol al entrar en la iglesia era desoladora. Muros sucios, soldados abatidos que más parecían piltrafas consumiéndose dentro de un amasijo de trapos, con barba fosca, pelo crespo, pómulos prominentes y, sobre todo, con las manos más mugrientas que puedas imaginar Estrella. Es más, pensé que jamás volvería a recuperarlas. El suelo estaba lleno de porquerías y flotaba un hedor repugnante, una mezcla de mil pestes que nunca podré olvidar. Olor de pies, de orina fermentada, olor de muerte, de pus, hedor de los mismos intestinos y vete a saber qué más. Aquello era como una catinga de negros.

El Caballero de BalerWhere stories live. Discover now