Malas tretas.

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Una guerra colonial, una guerra como la que nos tenía prisioneros entre aquellos muros; poco o nada se parece a las que tradicionalmente han librado los ejércitos. Para empezar, aquí el enemigo es una amalgama de revolucionarios, agricultores, jaraneros, perturbados, chiquillos e incluso intelectuales formados en España. Suelen ser gente sin adiestramiento militar, gente poco dispuesta a mantener el mínimo decoro incluso para una guerra, que es, todo hay que decirlo, la más indecorosa y cruel de las actividades humanas. A todos nos gusta creer que existen unas normas y que se cumplen, aun así, mi querida Estrella, cuando ves que tu vida corre peligro, cuando una bala ha pasado junto a ti y sabes que la calva anda buscándote; cuando eso ocurre surge un instinto, un ansia animal, un algo muy primario que quiere volver a casa. Pasarías por encima de quien fuese, sin atender ninguna norma con tal de sobrevivir. Como un gato al que intentas echar al agua y que sacará uñas, morderá y rugirá como una león.

Nuestro enemigo, aunque consciente de su aplastante superioridad numérica e incluso material, llegó a la conclusión de que expulsar a ese grupo de españoles famélicos de la iglesia iba a ser harto complicado. Por eso decidieron echarle imaginación y saltarse ese mínimo decoro que te comentaba. Dado su carácter fementido y las numerosas tretas que llevábamos sobre nuestras espaldas, empezamos a pecar en exceso de desconfianza. Uno acaba por no creerse los amaneceres, ni los aguaceros y desde luego, por nada del mundo, se toma en serio lo que le diga cualquier adefesio de ojos rasgados por muchos y muy coloridos galones que le cuelguen del hombro.

Muchas veces el corneta enemigo tocaba ataque para que ocupásemos nuestros puestos... y nadie atacaba. Daban voces de mando simulando ofensivas de mucha tropa y mucho fuego, pero nada. Ellos intentaban cansarnos o hacernos perder los nervios y, lo cierto es que funcionaba, al principio funcionaba. Los asaltos verdaderos siempre vinieron en silencio, sin zambras ruidosas. También intentaban tirar sobre nuestros centinelas y continuamente nos proferían terribles insultos, no dejando tranquila a la madre de nadie. Por cierto que para estos menesteres utilizaban un perfecto castellano sin tanta "ele" bailándoles en la lengua.

Tengo escrito en mis cuartillas que en alguno de los muchos farautes que nos enviaban los filipinos, al menos uno al día, reconocimos entre los enviados a los guardias civiles del destacamento de Mota, los que se salvaron de los machetazos por los pelos. Iban vestidos como filipinos y hasta creo que achinaban un poco los ojos. Cuando se les interpeló se hicieron los locos. Jaime Candeley aseguró que uno de esos canallas era vecino suyo, que era de Mallorca. Naturalmente se les volvió a interpelar, esta vez en mallorquín y al final el paisano saltó.

-No seáis locos, si seguís ahí acabaréis muertos, rendíos.-

-Podrido hijo de perra. Vete a la mierda, como te vea por la isla te mato- Dijo Jaime. El teniente Alonso se acercó a él.

-Dígale que tenemos munición y provisiones de sobra, que se marche- Y así hizo Jaime a voces. La contestación del renegado no tardó en llegar.

-Me dais pena ahí metidos, en esa pocilga. Todo el ejército español se ha rendido, no van a venir refuerzos -

-Eres tú el que das pena, traidor. Márchate o date por muerto- Contestó Martín Cerezo que había salido a las trincheras ante el griterío. Fue la última vez que vimos a esos sinvergüenzas... y esa suerte han tenido.

El mismo 30 de septiembre y los días posteriores recibimos cartas del Gobernador Civil informándonos de la pérdida de las Filipinas, las Marianas, las Carolinas y las islas Palaos. También llegaron las actas de capitulación de generales, capitanes, comandantes y hasta de varios curas españoles. En todas ellas se decía que no tenía sentido nuestra gesta, que ya estaba todo perdido. Tales cosas, tales ruinas, nos resultaron inverosímiles a todos, no solo a nuestros oficiales. Tan solo recuerdo alguna voz, muy por lo bajo, diciendo que estábamos haciendo el idiota, que lo suyo era bajar nuestra bandera hecha jirones del campanario y llevarla a casa. Se trataba de Vicente González y, como siempre, buscaba camelar a algún despistado y sembrar cizaña. Ese constante rechistar, ese poner siempre en solfa todo le convirtió en párroco de una pequeña parroquia de descontentos. Yo mismo, presa del desánimo, reconozco que le presté más oídos de los debidos. Imaginé que a su alrededor siempre había una nube de conflicto, de crítica, y supuse que si aquello derivaba en tormenta estaríamos todos en un problema. Los primeros nuestros oficiales. Curiosamente alrededor de alguno de ellos, como Martín Cerezo, existía una nube de seguridad, confianza, reglas y honradez. Durante esos días empecé a sopesar ambas posturas y mi naturaleza eligió la que mejor le encajaba, o eso creo.

Se contestó al enemigo que ningún ejército en retirada abandona tropas comprometidas en campaña, que antes habrían venido a rescatarnos. Y se les dijo también que aquellos documentos parecían reales, pero que no nos los creíamos. Que España nunca se rendiría, que queríamos que los firmantes viniesen a contárnoslo en persona. La respuesta, su respuesta, fue lógica. "Si os los traemos lo mismo se quedan con vosotros, como los dos curas anteriores".

Estas charlas tan animadas solían terminar en una buena ensalada de tiros. De alguna forma cada uno de los dos bandos deseaba oír algo del otro y al no conseguirlo, al recibir desplantes y alguna que otra ofensa, nos desfogábamos quemando pólvora. Yo recuerdo que aquella tarde organizamos una zorrera de mil demonios. Estaba en una aspillera de la sacristía, apoyando el máuser en el vano y descubriendo que tras meses gastando plomo tenía el hombro robustecido. El retroceso del arma ya no causaba ni una triste molestia, ni un moratón. Pero es que además, habiéndole hecho al arma los reglajes adecuados, habiéndola mantenido bien lubricada, una vez conocidas sus parábolas y sabiendo mantener firme el pulso, descubrí que tenía una puntería muy de temer. Aquella tarde creo que no mandé a ningún filipino con el demonio, pero si estoy seguro que un par de ellos se llevaron lindos desgarros en sus pellejos. Al segundo de ellos, un pollo que estaría a más de cien metros, creí oírle el chasquido del hueso del hombro tras el "pacco" de mi disparo. Fueron espantosos sus quejidos y los peores insultos que el vocabulario tagalo puede escupir. No hubo manera de traducir aquellos exabruptos, y poca falta hacía. Yo sonreía.

Normalmente no les dejábamos mucho margen para el disparo. Sus balas llegaban, chocaban con los muros, contra los maderos y el tejado, pero pocas veces entraban en nuestro recinto poniéndonos en peligro cierto. Por desgracia aquel día una bala perdida sí terminó su trayectoria en la mano del compañero Miguel Pérez Leal, un tipo muy hablador que quedó inútil de la derecha. Fue una lástima, siendo uno de los soldados más dispuestos y trabajadores del escuadrón. Yo le tenía por persona aplicada, de profesión herrero y cuna lebrijana. La herida, como todas en aquel retiro, curó mal, pero al menos curó. Por fortuna el bueno de Miguel se las apañó para ir dándole maña a la izquierda y al poco todos habíamos olvidado su minusvalía, su cicatriz y ese manojo de dedos tiesos e inservibles. Naturalmente no faltaron bromas sobre ese onanismo que tan encarecidamente nos reprime la iglesia y, por cierto, no diré que fuese práctica habitual entre nosotros, pero tampoco ocasional. Si la iglesia, si nuestros curas, hubiera ofrecido un sustitutivo igual de eficaz no hubiéramos dudado en utilizarlo, pero solo invitaban a rezar.

Recuerdo perfectamente la única vez que sentí la necesidad de hincar las rodillas e implorar. Yo dormitaba en mi camastro, agarrado al máuser y aterido como siempre. Después de muchas semanas, de muchos meses aguardando en tensión un machetazo enemigo, de sufrir con los más oscuros presagios viendo que todo alrededor era horror, después de todo eso conseguí dejar a un lado los remilgos y aprender a dormir a pierna suelta. Pero hete aquí que una de aquellas noches me desperté súbitamente. Creo que fue la tonadilla de un búho lo que me sacudió, pero no sabría decirte con seguridad Estrella. Mis ojos se acomodaron a la oscuridad y cuando ya iba a cerrarlos de nuevo me fijé en uno de los rincones donde reposaban, bajo tierra, los cadáveres de nuestros compañeros. La tierra todavía se notaba removida y húmeda. De alguna manera solíamos evitar con la mirada esos rincones, pero aquella noche silenciosa vi como una pequeña luz flotaba sobre la tierra. Era muy, muy tenue y extrañamente brillante; algo irreal y fantasmagórico. Se trataba de una llama, como la de un fósforo, pero de un color verde azulado, y era muy fina, tanto que incluso me pareció que bailaba nerviosa.

Recordé que en Barcelona había oído hablar de los "follets delfoe", de la "Misteriosa Llum", los fuegos fatuos. Un pequeño que tanto podía señalar la existencia de un tesoro, cosa improbable en aquellas latitudes, como la presencia de hadas, duendes o almas en pena. Tan sobrecogido estaba que lo atribuí a estas últimas, las almas de mis compadres muertos. Aquello me parecía algo fuera de este mundo así que sin saber muy bien porqué recé por ellos, para que estuviesen felices en el mundo de los muertos y para que tardásemos muchos años en vernos de nuevo. Sentí su pérdida muy hondamente y los recordé con cariño. Tras varias horas aquella fosforescencia se fue moviendo un poco hasta desaparecer en el muro y yo volví a dormir bien tranquilo.

El Caballero de BalerWhere stories live. Discover now